Lolita en Hong Kong
El Tío de los Recados —¿lo recuerdan, lectores?— se mete a critico literario y los resultados son los que son.
Encuentro a Lolita abandonada en la sala de embarque. Es una edición de bolsillo, en la cubierta una muchachita larga, sin caderas, vestida casi como un niño, juega con el hula-hop, en una fotografía no demasiado nítida, monocroma en rosas apagados, sobre fondo amarillo. La rotulación del título, Lolita, en un estilo próximo al pop y en color gris oscuro, flota sobre ella. La ilustración, ¿es parte de un fotograma de la película de Kubrick? Creo que puede ser una suposición correcta. Vuelvo a mirar la foto, desapasionadamente, me digo, desapasionadamente. Es fácil, lo único que me llama la atención del aspecto de la niña es su cabello, muy espeso, ahuecado, con grandes ondas sobre la frente. Me pregunto si lleva una peluca en la cabeza, una peluca de mamá, de cuando debía ser moda ponerse pelucas, si esto sería una parte del juego, tanto o más importante que el aro. Dudo un rato, soy mucho de dudar, lo hago sobre la realidad de la cabellera, también sobre si el libro está abandonado o solo olvidado y alguien aparecerá por esa puerta, o por aquella, de un momento a otro y podré ver como su cara muta desde la ansiedad al alivio en cuanto lo vea todavía allí. Dudo, sobre esto y sobre más cosas, pero al final, cuando los paneles indicadores me conminan a embarcar me convenzo de que es su pelo real y Lolita, el libro abandonado, acaba dentro de mi bolsa. Desde ese primer instante puedo decir que estoy leyendo Lolita. No, no la había leído antes.
¿Por qué?, Lolita me produce respeto, si la había rechazado hasta ahora era porque me daba la impresión de que sería un libro que intentaría obligarme a hacerme preguntas que no tenía la más mínima intención de hacerme, no sobre el amor, sí sobre el deseo. ¿Ahora sí que estoy preparado?, digamos que aquellas preguntas han perdido importancia, se han quedado en otra época, atienden a asuntos que se me desdibujan muy rápidamente. Leer Lolita no creo que fermente en mi interior nada desconocido, puedo contemplar el libro, a sus personajes, sin temer que su aura pueda alcanzarme más allá del papel. Puedo estar equivocado.
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Me despierto meándome y sin tener muy claro donde estoy, tardo un segundo en recordarlo, en un avión, volando hacia oriente. Descubro que el Airbus 340-600 tiene los lavabos en la parte inferior de su cuerpo ahusado, bajas un tramo de escaleras y estás en una pequeña salita a la que se asoman seis puertas, detrás de cada una un pequeño lavatorio. Ya he visto aviones con habitaciones individuales, duchas y bares. Los aviones cada vez son más grandes, vuelan más lejos en menos tiempos, pero el papel higiénico de sus retretes continúa siendo rasposo e, igual que las toallas de papel, poco absorbente, los usuarios tampoco parecen haber aprendido el uso de las papeleras.
Cuando regreso a mi asiento Lolita se clava en mis riñones, reclamando mi atención. Desde las primeras páginas, en el falso prólogo, creo que Vladimir —igual que Cela en La familia de Pascual Duarte— hace un esfuerzo por alejarse un paso de su protagonista. El disfraz de narrador omnisciente para relatar las cuitas de Humbert Humbert, no le parece suficiente protección así que da la voz, encarga el texto, a este mismo, y deja que de su pluma y letra se explique, aunque se molesta —otra vez como el gallego de Deiá— en recordarnos que las confesiones a su vez han sido ¿censuradas, delineadas, cómo llamarlo?, por un otro, un médico, que es quién cava el último foso entre nosotros y el pedófilo, cuando nos comunica que Humbert Humbert ha muerto, de una enfermedad coronaria en prisión. Me pregunto si el que el texto sea el equivalente a unas memorias encontradas en una botella funciona como un seguro, el de que en cualquier momento podremos salir de la mente de Humbert Humbert, ese pelma creído de sí mismo, ese hombre enfermo de depresión, ese tipo que, por suerte, solo ha tenido un par de veces un arma a su alcance.
Humbert Humbert solo tienen nombre —Edgard, creo que es un homenaje a Poe— en su licencia matrimonial o cuando se inscribe en los hoteles. El que quiera referirse a sí mismo como Humbert Humbert —o con motes desdeñosos, ya muy avanzada la trama— me parece una manera de verse cuando menos curiosa. Dos apellidos, dos apellidos iguales, un hombre sin nombre, le busco significados al hecho, no se me ocurre ninguno lo bastante curioso o gracioso. ¿Vladimir pensaba que los lectores harían cábalas con el nombre de su protagonista? En la semioscuridad del avión canto su nombre, Humbert Humbert Humbert Humbert, ¿no escuchas un corazón? A Vladimir le ponía la aliteración, los efectos sonoros en la escritura, en como renquean las carretas, sobre sus chirriantes ruedas. Todo el texto está lleno de juegos de palabras intraducibles y de frases que juegan a perder su significado y transformarse en confusas cacofonías, aunque estos trucos de manos, esta pirotecnia, se pierden al abandonar el inglés, asegura el traductor, triste y avergonzado, en varias ocasiones, en pies de página que tienen regusto a notas de suicidio.
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Pero no hablemos de la tarea imposible de la traducción, hablemos de Vladimir que gustaba tanto de auto-traducirse, ya que era hablante nativo en ruso, francés e inglés no había nadie mejor preparado para la tarea. En 1919 la familia, esa familia culta y de buena posición a la que pertenece, se muda desde Sant Petersburgo a Alemania por miedo a los bolcheviques. Aunque no es la violencia política de estos la que mata al padre, que ha continuado/regresado a Rusia, sino la de unos rusos blancos más níveos que él. Ese año en que su padre cae muerto ha cumplido los veintidós y está en Cambridge estudiando literatura rusa, literatura francesa, e ictiología, informa la Enciclopedia Galáctica. ¿Ictiología?, me sorprendo, ¿no es la rama de la biología que se ocupa del estudio de los peces?, debería mirar si es correcto, porque estoy seguro de que Vladimir si es reconocido en algún campo de la biología es por el estudio, o al menos la clasificación, de los ¿lepidópteros?, las mariposas. De la colección de Cambridge es responsable, hacia 1940, el mismo año que con una decena de novelas a sus espaldas se traslada a Estados Unidos, deseoso de poner tierra por medio, esta vez con los nazis. Quince años después, en 1955, será cuando publique Lolita y su fama rompa el cerco de los círculos de estudiosos y llegue al gran público, el cual… ¿qué es lo que hace?, ¡con el tiempo la entroniza! La prueba es que el título, un nombre propio —el diminutivo de un nombre propio—, se transforma en un adjetivo. Pienso otros libros, títulos de libros, que hayan dado ese paso. No recuerdo ninguno más. ¡Oh!, sí, espera, igual que una muchachita puede ser una Lolita, un caballero de cualquier envergadura puede ser un Quijote.
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Si hay algún libro más que cumpla la condición de que su título se haya adjetivado, que los habrá, Humbert Humbert, ya desde las primeras páginas, me convence de que él podría listarlos todos de memoria. En el texto se presenta como un erudito, en el inglés, en el francés, un erudito no sé si muy consciente de su erudición o demasiado, al poco rato de leer su charloteo trufado de expresiones francesas, sin conocerlo, he decidido contemplar sus dichos y sus obras con un gran enarcamiento de cejas. Seamos justos: No le reprocharía que se guardase para sí según qué, como nadie es el villano de su propia historia, ¿por qué entonces Humbert Humbert tendría que otorgarse ese papel? No, no espero sinceridad absoluta, ¡pero me cansa su pretensión de ser la víctima! Porque él sobre todo sufre, sufre por ser quien es, por sentir lo que siente. No en modo arrepentimiento —al menos en las primeras páginas no parece entender ese sentimiento—, él sufre en modo carencia. Tras veinte páginas decido que Humbert Humbert —yo yo, tú tú, yo tú—, miente por omisión, puede que a quien más a sí mismo. Acabo aburrido de como relata, con la precisión de un pajillero aburrido, sus sentimientos adolescentes, sus frustrados actos sexuales, sus deseos para su Annabel. Tanta morralla húmedo-romántica para que al fin de aquel verano, cuando ella marcha, para lo que será para siempre, no dedicarle a su falta, a su traspaso, más que esa última línea, cuatro meses después ella murió de tifus en Corfú. ¿Sólo una línea para la desaparición de un amor? Quizás ya tuvo bastante con los versos que dedicó a este tema el Edgard Allan Poe al que tanto menciona. Hace muchos, muchos años, en un reino junto al mar... Releo, y acabo pensando que el episodio es mentira, que no fue así en absoluto, que su mente ha ido ajustando la historia hasta encajarla en el lugar que él querría que ocupase en su devenir, es una gran excusa, una excusa literaria, una mentira de continuidad perfecta para su obsesión.
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Después, pocas o muchas páginas después, acepto que la vida de Humbert Humbert es tal como la relata, la única que puede vivir. Que, aunque no lo mencione específicamente, se siente empujado por el destino y por lo tanto la única responsabilidad que tiene en su propia historia es recordar con más o menos intensidad los hechos que la componen. Quizás dedicar tanto tiempo a pensar en nínfulas es la única manera que tiene de dejar atrás, desvaídos, en la penumbra, otros hechos. ¿Cuáles? Todos aquellos a los que, como a la muerte de Annabel, dedica poco más que una línea. Su madre muere en forma ridícula cuando él tiene tres años abatida por un rayo durante un picnic, tras lo cual su padre se funde el patrimonio alegremente en compañía de señoritas amables y sonrientes, pero estos hechos no parecen afectarle, ser la causa parcial o total de que Humbert Humbert sea recluido, o se recluya, en un sanatorio una, dos veces, durante un año, lapsos que relata como quien habla del constipado que lo ha tenido recluido en una burbuja de tisanas y pañuelos de papel. ¿Humbert Humbert mirando colegialas para evitar mirarse en el espejo?
Dedica más tiempo, más palabras, pero no demasiadas, a ese vagar que, empujado por el destino, le lleva por el mundo. Porque Humbert Humbert viaja alegremente en busca del polo magnético, pero no lo halla, tampoco es importante, confirma que no es el magnetismo el que lo mueve, es otra cosa que no sabe decidir. Humbert Humbert se casa pensando que le ayudará a encontrar el Norte, pero vuelve a perderse y cuando despierta se encuentra junto a una mujer que desconoce. Humbert Humbert hereda de un tío en América, —de un tío que había abandonado a una tía que le cría y que también pareció olvidar según giró la página—. Humbert Humbert se divorcia, viaja a América y conoce a la misma Lolita —¡ay!, el destino— después de que su alojamiento original sea devorado por un incendio. Su nueva mujer, la madre de Lolita, es atropellada por un auto, mientras huye física y mentalmente de él. Todas estas situaciones te acaban obligando plantearte si la creación ¿conspira contra Humbert Humbert o a favor? Las dos cosas, Humbert Humbert es una gran medusa flotando en el océano, las corrientes son sus amigas,se ha convencido de que siempre coincide su dirección con el destino al que quería llegar.
Porque no importa en realidad qué esté haciendo y dónde, todo parece carecer de sustancia, solo es el fondo desenfocado que realza la única importancia de su deseo, Humbert Humbert vive dentro de sí mismo y solo mira al exterior a través del ojo ciego de su pene. Me esforzaré en no confundirlo con un alguien real, también me esforzaré por no confundirlo con Vladimir. Él no es Humbert Humbert, él debe ser todos los personajes, como lo es Balzac en sus textos.
Vladimir diseñaba problemas de ajedrez. Puestas las fichas en tal posición, ¿qué movimientos son esperables, recordando que ante todo desean devorarse unas a otras?¿Es esta su técnica de escritura?, ¿construir personajes y lanzarlos unos contra los otros? ¿Algo por el estilo de la técnica de Simenon? Tengo la impresión de que, como él, Vladimir es un tramposo, ya les arreglaré yo cuando los atrape.
006
Soy un hombre muy conservador, aunque odio este hotel siempre me alojo en él, creo que es porque como todos me siento más seguro con lo conocido. Afirmación que en realidad es estúpida, porque no reconozco ninguna de los rostros de la recepción. Cada vez que regreso caras jóvenes, nuevas, me sonríen y hablan conmigo un inglés que no entiendo, aunque no importa, el ordenador siempre me recuerda, es por eso, porque él me sabe un cliente fiel —y supongo que porque el ala noble está lastimosamente vacía—, que con una sonrisa me instalan una gran habitación, puede que una suite, para lo que es el tamaño de los cuartos de este tipo de hotel aquí en Hong Kong. La que es enorme sin paliativos es la televisión, un modelo curvado que ocupa una pared de la que se supone debe ser el cuarto de estar o recepción de la suite.
007
Hablo por teléfono con Central, se espera que vaya informando de mi situación, de donde estoy y lo que hago. No tengo nada que decir, es por eso que mi participación en la conversación es bastante caótica, acabo hablándoles de los lavabos en los aviones y de las grandes televisiones curvas. Me informan que ambos montajes no son para nada novedades, son gadgets de hace más de diez años. Cuando cuelgo me quedo pensando cuántas otras cosas más se me han escapado de esa década mientras yo andaba pendiente de… ¿qué?
Podría hacer una lista de mis descuidos, a Vladimir le encantan, no mis olvidos, sino las listas en sí, además se le dan bien, consigue darles un aliento poético. Como recurso literario las listas, a mí, me causan prevención. Las identifico con ese plano, tan típico de los telefilmes, de los personajes caminando por los pasillos de la comisaría, del hospital, hablando entre ellos, plano usado para remarcar que la acción avanza, enviar el mensaje de que te prepares que en nada va a pasar algo. Listas, huyo de ellas, cuando las encuentro, en Jenofonte, en Fitzgerald, en Borges, siempre pienso que al plumilla le pagaban por palabra y la lista es la forma más fácil de llenar la olla. Sí, lo pienso, pero Vladimir sabe de listas, resuelve el principio de la segunda parte del libro con una inmensa lista de hoteles y atracciones turísticas, todas las que recorre en automóvil con una Lolita a su lado siempre distante y enfurruñada, como buena adolescente. No sé si su intención es dibujar como decorado de las bajas pasiones de la improbable pareja un país carente de historia, al menos para mí —y quizás también para el viejo ruso blanco—, y su lucha por adquirirla. Desde luego el estrecho mundo de Humbert Humbert necesita de un furillo, de un decorado pintado sobre un telón, es lo que tiene la obsesión, que solo tiene profundidad para el que la padece, para los demás solo es exageración. Por eso yo acabo centrando en Lolita personaje, ¿qué es lo que piensa Lolita?, parece que para ella el sexo no es algo más importante que la piscina o el tenis, pero ese vagar por los USA, ¿lo prefiere a ir al colegio? Solo hacia el final del vagabundeo Humbert Humbert nos confía que la oye llorar cada noche, cuando le cree dormido. Cada noche.
¿Por qué no escapas, Lolita? ¿Amas a Humbert, Humbert? ¿Has creído lo que él cuenta?, ¿que con tu madre muerta y él encerrado —en el manicomio, en la cárcel— tú acabarás en el hospicio, en una casa de acogida?, hasta yo lo creo Lo siento, estás perdida, Lolita. Sabes, creo que ya lo estabas antes de caer en… iba a decir en las garras de Humbert Humbert, pero no me lo imagino con fuerza en las manos, usaré tentáculos, pegajosos tentáculos no demasiado hábiles, pero sí pegajosos. ¿Tienes un plan, Lolita? Debes de tenerlo, tienes una vena decidida y cruel, lo sé, él también lo sabe. Humbert Humbert busca su destrucción. Esta también es una pasión creativa, ¿no lo decía Bakunin?
008
Mi hotel está en Kowloon, lo que geográficamente es una isla, el viejo —y más caro— Hong Kong está un poco más al norte, más allá de un brazo de mar que por una minucia el ferry me ayuda a cruzar. Mi destino es otro hotel, uno de extraordinariamente lujoso, uno que me hace sentir que he dormido en una tienda de campaña. Llego veinte minutos antes de la hora y haciendo tiempo paseo por la recepción. Llegar demasiado pronto, interrumpir las actividades de los otros, me parece tan descortés como llegar tarde. En un extremo del lobby, frente a la entrada a un salón de baile que haría las delicias de Stephen King —como decoración, como símbolo, como modelo de espacio liminal, kenopsiko—, en una vitrina se exhibe la madre de esmeralda más grande del mundo, un trozo de roca gris en la que afloran los cristales verdes, unos que nadie se ha preocupado en extraer, tallar y pulir, me pregunto por qué. Ahí, incrustados en la amalgama de piedra no tienen demasiado buen aspecto, en realidad parecen heces verdes fosilizadas, coprolitos. Conocí a un coleccionista de cagarros de estos, un hombre extremadamente rico y guasón. Digo conocer, pero no es la palabra adecuada, yo lo recuerdo, él sin duda me ha olvidado.
Ya es la hora correcta, me acerco al mostrador de recepción, mi inglés de viajero resulta suficiente para que una señorita me acompañe hasta un ascensor que me eleva hasta la planta treinta, allí en otro mostrador vuelvo a identificarme y tras una nueva llamada para comprobar que soy esperado, se me permite acceder a una jaula de cristal que, me regala una visión del estrecho del Puerto Victoria mientras trepa por el exterior del edificio hasta la planta treinta y cinco, donde llamo a la que me parece la única puerta del rellano. Ding, dong. Ding, dong. Espero.
Oigo que me chistan a mi espalda, me giro y veo a una mujer de rasgos malayos que asoma la cabeza a través de una puerta entreabierta que por disimulada no había sabido ver antes. Tardo un segundo en comprender que parece que la suite tiene entrada de servicio. Es por esa puerta que se me permite entrar. Es la única puerta por la que me dejan entrar en estos sitios.
En mi experiencia las entradas de servicio suelen dar paso a la cocina, aquí, en esta habitación de hotel, no la hay. Por lo que la mujer me ha abandonado en lo que parece una estrecha zona de paso entre un salón y lo que me parece será un baño de cortesía. En el estrecho espacio, poco más que un pasillo flanqueado por armarios y espejos hay una silla de perfil rococó realizada en metacrilato transparente y terciopelo rojo. Nadie me ha invitado a sentarme, pero me canso de estar de pie y me siento en ella.
Hay ventanales a todo lo largo de la suite, puede que hasta en la ducha tengas una buena vista del Mar de la China Meridional. Aún así una vista solo es eso una vista y los minutos comienzan a pasarme cada vez mas lentamente. Me aburro, ¿sería de mala educación sacar mi ejemplar de Lolita y leer? No tengo tiempo de decidirme, desde la profundidad de la suite escucho como se acercan los ecos de una discusión entre dos voces en un idioma que no conozco y a la vez me resulta familiar. Una de las dos es una voz muy joven, casi un trino, que se me clava en la cabeza en forma desagradable. La propietaria del pitido articulado este aparece ante mí en el extremo del pasillo, frunce las cejas, se da la vuelta y se agacha casi sin doblar las rodillas —creo que ofreciéndome una calculada visión de sus posaderas, que definitivamente no son gran cosa—, para abrir la puerta de una nevera empotrada, oculta en el armario separador, sacar un botellín de agua, abrirlo beber un trago y con las fuerzas recuperadas gritar algo a su interlocutora acantonada a saber dónde del habitáculo. Parece muy satisfecha de lo que ha dicho lo veo en su porte, tras volverse a llevar el botellín a los labios, decide prestar su atención al desconocido sentado en una silla menos incomoda de lo que parece y me pregunta algo, posiblemente quién soy y qué hago allí. Podría decirle que soy el Tío de los Recados, que voy de aquí para allá, un tipo discreto y de confianza, no le mentiría demasiado, pero no le contesto, no solo porque no entienda la lengua en que me está hablando, —aunque pienso que puede ser chabacano o chamorro— sino sobre todo porque no deseo interaccionar con ella. Por eso solo me quedo mirándola con la cara que me surge en cuanto tengo que tratar con niños y adolescentes, una cara que mezcla el aburrimiento y el cansancio. Siempre es la misma expresión, es automática, hubo un tiempo en mi lejano pasado que me gané la vida como profesor de dibujo, en una serie de talleres organizados por el ayuntamiento, y me quedó esa reacción automática, física, a las demandas de atención de los adolescentes. Ella no lo es, de adolescente, todavía, aunque parece jugar a serlo, la ropa que lleva es algo muy influenciado por la estética crossplayer, un estilo que remite al manga y hace furor entre ciertas jovencitas de buena familia, supongo que aquí al igual que en Japón. La niña, porque sin duda eso es lo que es, arruga la nariz enfadada por mi falta de reacción y vuelve a preguntar.
–Who are you?
No contesto, me limito a continuar mirándola, con mi mejor gesto de me-decepcionas- aunque-en-realidad-tampoco-esperaba-mucho-de-ti. Tuve una alumna que solo quería hacer siempre el mismo dibujo, en él un bambi, con sus pezuñas ocultas por una pradera en la que asomaban los lirios aquí y allá, observaba un par de mariposas que revoloteaban frente a su hocico. Esta chiquilla estaba absolutamente convencida de su valía por lo que resultó imposible enseñarle los rudimentos de la perspectiva, del encuadre, del color. Ella ya sabía dibujar, solo acudía a las clases para recoger muestras de admiración. La pequeña corista frente a mí, ahora, tiene exactamente la misma expresión en su cara, no parece comprender el motivo por el que no he quedado prendado de sus encantos. Agita la cabeza y decide olvidarme, abandonar el taller de dibujo y apuntarse a sevillanas, volver a su interés inicial, por eso vuelve a gritar algo aún más fuerte hacia el interior de la casa, pero el volumen que utiliza baja según ve llegar a la que creo que es su madre o abuela, pero desde luego es a quien vengo a visitar. Recuerdo su cara de pergamino amarillo y arrugado, pasando frente a mí y siendo recibida por mi Jefe más obsequioso que de costumbre, si esto es posible, en la puerta del despacho. Me levanto e inclino la cabeza ante ella sin hablar, después hecho mano a mi bolso y saco el pequeño paquete que es el motivo de mi visita, de mi viaje y hago el gesto de entregárselo, sujetándolo con las dos manos, como creo que es la manera educada entre orientales. La mujer, Madame algo, el qué lo acabo de olvidar, lo mira sin ninguna expresión que pueda entender, antes de agitar la cabeza en una y otra dirección y ordenarme con un castellano de dejes oxidados, que sé filipino:
–Lléveselo, devuélvalo, ya no lo quiero, ya no lo necesito.
Me quedo inmóvil, no debería de saberlo, pero sé que el contenido del paquete es una pulsera de tanzanitas, de un tamaño considerable y un valor tal que vale la pena enviarme a mí a la otra punta del mundo para entregarlo.
Madame ha olvidado el castellano antiguo y se ha puesto a ponerle los puntos claros a la niña en el idioma desconocido de antes, un idioma que sin parecerse en nada me recuerda al vasco, sonidos absolutamente familiares y significados ocultos. La niña se ha quedado sin respuestas cortantes, solo muda la mirada entre la mujer y el paquete en mis manos con un cierto desespero. Después, parece patalear sin moverse del sitio, asentir con mal humor y regresar a algún lugar en las profundidades de la suite. La mirada de Madame la sigue mientras desaparece, cuando ya no está a la vista, sin llegar a mirarme coge el paquete de entre mis manos y me habla durante un minuto, aunque parece haber olvidado el castellano y no entiendo nada de lo que me dice. La mujer de rasgos malayos aparece para abrirme la puerta y antes de darme cuenta estoy bajando en el ascensor.
009
Humbert Humbert consiguió una serie de barbitúricos diferentes con los cuales tenía la intención de mantener profundamente sedada a Lolita mientras disfrutaba de ella. ¿Disfrutar, qué quiere decir con esto? No lo sé exactamente, solo puedo decir que construía en su cabeza imágenes de un sexo platónico, si es posible tal cosa, para el cual era imprescindible que la nínfula estuviera inconsciente. Ya había realizado unas pruebas en sí mismo y en su esposa con el fin de medir el nivel de abandono que cada medicamento puede inducir. Tanto experimento resulta poco menos que inútil, tras la primera prueba en el objeto de su deseo la muchacha despierta hambrienta y caliente y es ella quien le propone efectuar el acto. Todo el platonismo desaparece y Humbert Humbert consigue llevar adelante su obsesión, que no resolverla. Lolita, para su sorpresa, no parece tener excesivos tabúes en cuanto al sexo, Humbert Humbert lo achaca a la educación moderna, a las piscinas y a los fuegos de campamento. No parece plantearse ni un segundo si el comportamiento de la niña es un efecto secundario del barbitúrico, de la búsqueda de un padre sustituto o simplemente desea herir a su madre, en lo más profundo, en lo más íntimo. Lolita, cuando descubre que ella está muerta, comprende que se ha recluido en una celda y luego ha arrojado la llave por la ventana. Lolita que ha perdido al padre, que ha perdido a la madre, se encuentra a los pies de un sátiro enamorado que descubre que las imaginaciones masturbatorias no tienen por qué ser tan placenteras llevadas a la realidad, que el sexo por el sexo para un hombre de cuarenta y pocos, pues eso: solo es sexo. Porque Humbert Humbert, el tipo al que le faltan los dientes, el habitual de los manicomios, el que sopla gin con dedicación, tiene una reserva inacabable de ternura que depositar en su nínfula, y esta parece tan dispuesta a encajar su pene en su vulva adolescente como a rechazar todas sus dulzuras.
010
Para mi sorpresa mi petición de retrasar el checkout hasta horas más próximas a la del despegue de mi vuelo es rechazada y soy expulsado del hotel. Es el mediodía del viernes y autobuses descargan oleadas de turistas en el hall, en general son chinos que vienen del continente dispuestos a pasar el fin de semana y gastar hasta que la tarjeta se les funda entre las manos. Expulsado por ellos, camino con mi maleta al hombro. Camino, camino, hasta que me aburro. Supongo que HK debe tener más atractivos que el shopping compulsivo, pero a estas horas ya no estoy dispuesto a buscarlos. Al final, cansado, hago lo que ya he hecho otras veces, en otros lugares del mundo, me dirijo al aeropuerto, dispuesto a aprovechar su función de refugio climático y dejar pasar las horas hasta que mi vuelo despegue.
Humbert Humbert y su pequeña protegida vagan por los Estados Unidos, hasta que se asientan en una pequeña ciudad donde se espera que Lolita pueda continuar sus estudios y Humbert Humbert su carrera profesional, si esta en realidad existe. No creo casi nada de lo que explica, ya me pasó al principio del texto por prejuicio, pero según leo me reafirmo en que se deja muchas cosas en el tintero, y algunas que cuenta me parecen ciertamente mentira, cosas como que no me cuadran, como cuando al fin se decide hablar de su maltratado corazón es como excusa para no nadar en la piscina, sin embargo, esta dolencia no parece molestarle a la hora de jugar al tenis.
La escuela donde Lolita estudia parece especializada en educar esposas modelo, en ella se interesa por el teatro, y súbitamente, cuando está a punto de estrenar se desinteresa y convence a su guardián de que vuelvan a vagar por los USA, Humbert Humbert acepta, terriblemente celoso nota algo en el aire, en el ambiente, que no le gusta. Lolita es una maestra de la mentira, la mejor, porque cuando es pillada en una simplemente la niega y sigue a lo suyo.
Durante este nuevo vagabundeo ella cae enferma, puede que de gripe, y es hospitalizada. Al poco, como siempre pasa con los amantes, Humbert Humbert enferma también, aunque él no va al hospital, el tratamiento que se aplica son grandes cantidades de ginebra y cama, cuando despierta y acude al hospital, Lolita ha desaparecido, llevada en volandas por un nuevo amante el cual Humbert Humbert lleva tiempo sintiendo flotar en el límite de su visión.
Intento leer más en el vuelo en dirección a Frankfurt, primera etapa de mi viaje de retorno, pero me duermo, cuando despierto Lolita, el libro, parece haber desaparecido también y paso un buen rato en la semioscuridad de la cabina palpando bajo los asientos y moviendo los montones de mantas y cojines que suministra la compañía con el fin de que intentes conseguir un imposible confort. Al final cuando la encuentro, Lolita, el libro, se ha partido por la mitad. Es una edición de bolsillo vieja, escruto las primeras páginas y una línea me asegura que fue impreso en 1975, verlo así, partido por la mitad, me parece que transmite un mensaje importante concerniente a la historia.
011
Llueve sobre Alemania y los vuelos van con retraso, mientras espero que los cielos se abran, Humbert Humbert, en lo que parece un ataque psicótico, resigue en ruta inversa su viaje por los USA buscando la huella de su rival, creyendo verla en forma de chistes de una línea en todos los registros de huéspedes a los que consigue darles un ojo. Al final cuando ya se ha rendido, cuando se pregunta si podrá algún día conocer la paz, Lolita da señales de vida, mediante una carta en la que le llama papá y le pide dinero, ¿no es eso lo que hacen todos los hijos? Humbert Humbert abandona a su circunstancial amante —por el método de dejarle una nota pegada en el ombligo, único lugar en el que está seguro de que la encontrará— y vuelve a cruzar el país en busca de una Lolita que ya no existe, como comprueba al poco. Lolita ya no es una nínfula, sino una adolescente embarazadísima, que fuma pese a su estado. El decorado fisico que la rodea es la pobreza, y el humano un joven marido totalmente sordo, víctima de algún hecho de guerra que no parece importar aclarar y un jovial suegro al que le falta un brazo. Humbert Humbert le pide que lo deje todo, que marche con él, pero ella le rechaza. Al final consigue tras darle dinero descubrir la identidad de quien le ayudó a escapar de él. Alguien de quien, sin conocerlo, los lectores hace cien páginas que sospechamos, quizás porque como todas las cosas importantes Humbert Humbert en su momento decidió despacharlo con una línea.
Callo, no es de buen tono explicar el libro por entero, todos los holgazanes que hayan llegado hasta aquí considerarán que sabiendo el final del chiste ya no es necesario leer el libro y quizás, solo quizás, sí que lo sea. Porque sea un libro imprescindible, digo. O no.
012
Mi herido ejemplar acaba con tres páginas de Vladimir a modo de epílogo, a modo de disclaimer. Comienza con una pregunta muy adecuada, ¿qué pretende el autor con este texto? En serio, ¿de qué va Lolita? Mientras el avión danza arriba y abajo por los cielos, decido que es una visión parcial, anémica, asfixiante de la mente de un maníaco por dentro, tal como deben ser todas las mentes de los maníacos. Después pienso que también puede ser la declaración de que el amor nunca puede ser la excusa para todo, porque ¡horror!, nadie, nadie, puede negar que Humbert Humbert ama a Lolita. Al rato creo que tan solo es un artefacto literario, una demostración de oficio, Vladimir el ruso escribe en inglés sobre el tema más escabroso posible sin utilizar en ningún momento un solo vocablo malsonante. Con la precisión del cazador de mariposas que es, atrapa las palabras con un lienzo casi transparente, para después matarlas con una gota de alcanfor, atravesarlas con una aguja, clavarlas sobre un papel, ponerles nombre y darles su apellido.
Al fin el avión aterriza y cuando salgo de las instalaciones del aeropuerto, noto el estómago revuelto por la mezcla de cansancio, comida infernal y desajuste horario, pero hay algo diferente a como me siento después de uno de estos viajes con los que me gano la vida. También tengo sabor a ceniza y humedad en mi boca, los ojos llenos de arena. Tardo un rato en aceptar que estoy afligido, que siento pena, lástima, por Lolita, por su madre, hasta por el mismo Humbert Humbert. Sí, también por él, aunque, citando a no sé quién: soy capaz de comprender el hambre insaciable del oso, pero no le permitiré vagar por mi jardín.
Y el motivo es que no estoy interesado en las causas porque los dolidos causan dolor, sino en los dolidos que no lo propagan, que es una cosa que le leí —con otras palabras— a la Etxebarría, una niña que siempre está metida en líos.
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