Hechos a sí mismos

 

   El Tío de los Recados fue -es- uno de los tres protagonistas de la primera novela del autor, un texto que ninguno de sus pocos lectores pareció entender, quizás porque no existía un narrador omnisciente al uso y se confiara en las inteligencia del lector para que decidiera que aquella voz que le hablaba con mayor o menor sinceridad no era la del mismo personaje según cambiaba el capitulo. Este cuento puede considerarse una precuela de aquella y trata el mismo tema: el exceso y la avaricia.

 El Tío de los Recados ha quedado con el Jefe, el hombre hecho a sí mismo, en un restaurante situado tras el Congreso de los Diputados, un local que exhibe con orgullo junto a la entrada diferentes placas esmaltadas en rojo y dorado, el contenido de las cuales el Tío de los Recados no ha podido leer, ya que se ha dejado las gafas en casa esta mañana, pero interpreta que su función debe ser la misma que las medallas en el pecho de un uniformado.

   El tramo inicial de la barra del restaurante, junto a la puerta, está ocupado por un grupo de policías en pie que toman café, mientras observan sus relojes y hablan entre ellos de comisiones de servicio, sea lo que sea esto. El Tío de los Recados imagina –él es mucho de imaginar– que los uniformados son parte de la dotación que vigila el Congreso de los Diputados, puede que el turno entrante o saliente y si tuviese tiempo podría esbozar una trama –él es mucho de esbozar tramas– que los tuviera a ellos por personajes, pero no lo tiene, el Jefe ha entrado por la puerta, ha localizado a quien puede que sea que hace la función de maître en el local y tras arrinconarlo con una rápida declaración sobre la necesidad imperiosa de ser atendido inmediatamente, ha conseguido que acaben sentados en la única mesa que no tiene un cartelito de reservado sobre ella, todo esto sin que casi hayan tenido que reconocer que el Tío de los Recados está ahí

   El Tío de los Recados mira con un ojo el menú y con otro como el Jefe primero se queja de la disposición de los asientos, después de las luces, para seguidamente al ritmo de una melodía que surge de su americana abandonar la carta con un gruñido, palparse los bolsillos, sacar su móvil y dedicarse mantener una conversación telefónica con alguien al otro lado del océano. Es una conversación en la que prácticamente solo habla él y en la que se dedica a tranquilizar a su interlocutor invisible, asegurándole que no se olvidará de su colaboración en algo. El Tío de los Recados se dice que el Jefe tiene el don de conseguir hasta en soledad parecer rodeado de gente que espera turno para cruzar con él unas pocas palabras, todo lo contrario que él mismo que se siente parcialmente invisible y olvidado –no solo ahora, en plena crisis de relación con el concepto de lo que es o no es su vida, sino de siempre–, sentimiento que se agudiza cuando, como hoy, tiene que acompañar a el Jefe en una de sus visitas.

  Hay un revuelo en la puerta, los policías han terminado sus cafés y se marchan justo en el momento en que varios grupos se presentan en la puerta intentando llamar todos a la vez la atención del maître.

   –Tardarán en servirnos.

   Parece comentarle al aire el Tío de los Recados que ha pedido para comer lo mismo que el Jefe, porque sin sus gafas ha sido incapaz de leer la carta, de letra pequeña y floreada. el Jefe se muestra de acuerdo con él –con la presumible tardanza del servicio– y para entretener la espera se pone a repasar, nuevamente, los detalles de la visita que tienen concertada a primera hora de la tarde, motivo de la presencia de ellos dos en la capital.

  –Es un hombre inmensamente rico, el segundo o tercer hombre más rico de Sudamérica. Un hombre hecho a sí mismo, salió de Asturias con una mano delante y una detrás hace… no sé cuántos años; los suficientes, por lo que parece.

  Esta última afirmación parece hacerle mucha gracia y sonríe ampliamente, lo que si le conoces, sabiendo que no es hombre de excesos, puedes interpretar como una gran y franca carcajada. El camarero se presenta con un plato de algo que el Tío de los Recados no sabe identificar, algo que tiene pimientos rojos y puede que una pasta de pescado y aceitunas, algo que sin gafas le recuerda a un mordisco de bocadillo de atún parcialmente masticado. Con esa imagen en la mente el Tío de los Recados imagina allí detrás, en la cocina, a un chef de grandes bigotes y mofletes hinchados regurgitando con delicadeza sobre finos platos de cerámica.

  Su jefe mastica con satisfacción y después de tragar deja escapar por su boca una frase en poco más que un susurro, como quien hace una confidencia.

  –Se ha vuelto a casar. ¿Te imaginas?, tiene más de ochenta años.

  El Tío de los Recados por un momento se siente perdido ¿quién ha vuelto a hacer qué?, después recuerda que estaban hablando del anciano descaradamente rico, aquel al que van a visitar con la intención de colocarle alguna de las baratijas que son el objeto del negocio encabezado por Su Jefe. Como por una vez su participación en la conversación parece necesaria contesta una obviedad.

  –El amor no tiene edad.

  –Eso dicen, ella es una gran dama. Acaba de cumplir los sesenta. Una mujer peligrosa, sobre todo con una escopeta en la mano, tiene la casa llena de trofeos de tiro al plato y cabezas disecadas de animales, hay algunos de los que no sabías ni que existían. Cabezas peludas de bichos con bocas enormes llenas de dientes. ¿Te gusta cazar?, ¿lo has hecho alguna vez?

  –Fui con mi abuelo de pequeño alguna vez, no me entusiasmaba, hay que levantarse muy temprano.

  –¿Puedes mantener una conversación sobre la caza?

  –Puedo hablar de Delibes.

  –¿De quién?

  –Miguel Delibes, un escritor, trató el tema con profundidad, al menos el de la caza menor.

  –A ella creo que le van las cosas más grandes, leones, elefantes, dinosaurios, esos bichos, pero, en fin, si ves que coge la conversación no la sueltes, distráela.

  –¿Tienes miedo de que nos dispare?

  –Con él delante no lo hará, aunque seguro que le gustaría.

  –¿Por qué?

  Pregunta el Tío de los Recados, aunque la verdad no es que le interese, él ya puede imaginar por su cuenta dos o tres repuestas que le satisfagan.

  –No le gusta que su hombre gaste, al menos tanto, en cosas que ella no decida que lo valen, o eso es lo que me cuentan ¿es cierto? Otros dicen que el viejo se está volviendo... ¿inestable?, que está gastando mucho dinero en lo que en general mucha gente considera caprichos. Siempre ha coleccionado arte, ahora le ha dado por las piedras, es aquí donde aparecemos nosotros. Tenemos algo para él.

  Dice Su Jefe, mientras se palpa inconsciente el bolsillo de la chaqueta. Lo que es una chorrada, porque el gran diamante amarillo que pasean está en la bolsa del Tío de los Recados, bajo la mesa, junto a sus pies.

  –¿Y si la señora no quiere hablar de caza?

  –Entonces solo calla y sonríe.

  –¿Solo para esto me necesitas?

  –Tu misión es hacer bulto y así no destacar. Esta gente nunca está sola, siempre flotan a su alrededor ayudas de cámara, secretarios, chóferes y abogados. La primera vez que lo vi, cuando nos presentaron, yo allí solo, me sentí como desnudo, indefenso.

  –No creo que seas capaz de sentirte así.

  –Sí que lo soy, ya lo creo que lo soy. Aquí viene el segundo plato.

  El contenido del cual al Tío de los Recados le parece tan misterioso como el primero, desde luego también tiene pimientos rojos y si le aprietas también pescado masticado.

  –Toda esta gente, la de alrededor, en las otras mesas, ¿te parece que son diputados?, ¿políticos?

  Pregunta el Jefe mientras vuelve a llenar su copa de agua –no bebe y el Tío de los Recados ha decidido dejar de hacerlo, no tiene muy claro el porqué.

  –Podrían serlo.

  –No tienen pinta de… poderosos, de manejar los resortes del poder, de… ya me explico, ¿no?

  –Puede que sean los que trabajan en los despachos.

  –Pensaba que podría sentirla.

  –¿El qué?

  –El aura de poder que emanaría del edificio.

  –¿De verdad lo creías?

  –Solo a un nivel subconsciente. En el fondo todavía deseo creer en los Reyes Magos y en el Ratoncito Pérez, y en la democracia.

  –Sería un mundo más interesante el en que estas cosas fueran reales.

   Los dos callan un momento mientras parecen imaginar diferentes utopías, hasta que el teléfono de el Jefe vuelve a sonar y este se sumerge en una conversación muy parecida a la primera que resuelve con un par de promesas cansadas. Cuando cuelga parece recordar el plato frente a él, lo observa un segundo antes de opinar:

  –Han tardado bastante en servir. A este paso hasta llegaremos tarde.

  –No, no lo haremos, vamos con margen, tendría que pasar algo horrible en la autovía para impedirnos cumplir el horario.

  –De todas maneras, no nos lo podemos permitir.

  Y con la misma decisión con que se toma todo el Jefe, ese hombre hecho a sí mismo, consigue llamar la atención del Maitre y lo abronca durante un largo minuto que llena de algo que podría ser vergüenza ajena al Tío de los Recados, aunque esté totalmente seguro del derecho que ampara la queja. Con el postre frente a él –algo dulce, frio y blando– decide que es por eso, por esa entereza a la hora de reclamar lo que cree que es suyo, porque el Jefe es su Jefe y él el Tío de los Recados.


  El otro hombre hecho a sí mismo, la gran fortuna, vive en una urbanización enorme y vallada en las afueras de Madrid. Blocaos acristalados que parecen surgir del suelo vigilan las entradas. Los agentes de seguridad acantonados en ellos educadamente les niegan la entrada. Menos educadamente, quizás un poco demasiado firmes, se niegan a conectar con la casa y solicitar permiso para dejarles pasar y cuando el Jefe comienza a sulfurarse prácticamente se niegan a reconocer que están presentes allí, dentro del coche alquilado.

  El Tío de los Recados los contempla con admiración, antes de decidir que el continuo roce con hombres que han levantado imperios desde el fango les ha hecho inmunes a la intimidación y los ruegos de estos mismos. Su Jefe no es persona que disfrute tal situación, pero consigue contenerse y en vez de comenzar a pedir hojas de reclamaciones y la presencia de supervisores –liturgia que al Tío de los Recados por repetida ya teme y le aburre–, bucea en la lista de direcciones y teléfonos de su celular hasta que consigue ponerse en contacto con alguien al otro lado de la línea y este parece que se pone en contacto con el puesto de guardia y ordena que les franqueen el paso. Aun así, todavía primero han de permitir un somero registro del vehículo y dejar que sus nombres ingresen en un listado, pero al final siguiendo las instrucciones de los agentes se ven recorriendo lo que parece un gran jardín, articulado alrededor de lagos artificiales de buen tamaño, hasta llegar a una gran valla de hierro colado donde un hombre bajito y sonriente, de raza indefinida, parece estar esperándoles.

  –Tendrán que dejar el coche aquí. Con lo del incendio está todo descontrolado. Además, hoy ha venido el peluquero de los animales y ha ocupado la explanada del frontal del parking.

  Lo explica como si esto fuese una desgracia gallardamente asumida. El Tío de los Recados y Su Jefe, solo asienten y riegan su alrededor con medias sonrisas mientras descargan el muestrario –uno de bastante reducido, uno que llevan solo por hacer bulto– del vehículo. Es cierto lo que decía aquel que les recibió, una furgoneta de gran tamaño, con un toldo lateral desplegado, ocupa el tramo final llano en que muere la cuesta de cemento que lleva desde la entrada de vehículos al aparcamiento, que se sumerge debajo de la casa, de la que hasta el momento les ha resultado imposible hacerse una idea de su aspecto o tamaño. Una docena de perritos diminutos sale de todas partes ladrando alegres a la vez y comienzan a corretear alrededor de ellos haciendo difícil de dar un paso sin arriesgarse a pisotear alguno de los canes enanos. Su Jefe es alérgico a los perros, a las gramíneas estivales y a los cefalópodos, ese es el motivo de la sonrisa de alivio en su cara cuando una voz saliendo desde el aparcamiento ruega –a alguien invisible– que por favor se lleve los perros de una vez. La dueña de la voz es una mujer delgada y morena, enfundada en un oscuro vestido de verano, que ahora sale del interior del parking –uno donde no hay ni un solo coche, aunque posiblemente cupieran diez o doce, sino montones y montones de objetos presumiblemente artísticos, mayormente invisibles bajo envoltorios precarios realizados con cartones y lonas– y se acerca hacia ellos precedida por su mano tendida de la que Su Jefe se apodera dispuesto a no soltarla nunca más.

 Durante unos minutos intercambia con ella buenos deseos y recuerdos, hasta que ella baja el tono de voz para decir algo que tiene el resultado que Su Jefe se vuelva y pida al Tío de los Recados que espere, que espere allí y siguiendo a la mujer a través de un sendero oculto entre los objetos de todos los tamaños que llenan el parking desaparecen por un pasillo, más bien una entresala, que se adivina hay al final. A la desaparición de ella sigue la aparición nuevamente de los perritos que se persiguen unos a otros durante un minuto alrededor y entre las piernas del Tío de los Recados, para súbitamente parecer reconocer su presencia, detenerse para olfatearlo con fruición unos pocos segundos, decidir que no hay nada interesante en él y salir pitando ves a saber hacia dónde.

  –Mejor pasa y se sienta, ¿no, amigo? Las charlas de la doña con los proveedores a veces se prolongan, siempre anda buscando descuentos. ¿No hacen lo mismo todas las mujeres?

  Esta vez sin duda la voz va dirigida a él, procede de un viejo con un delantal y una gamuza manchados de hollín en la mano que ha aparecido desde algún punto del interior del parking. Al ver su aspecto recuerda que alguien, antes, dijo algo sobre un incendio, o a lo mejor no ha sido solo su aspecto lo que se lo ha recordado, en realidad aún se puede oler en el aire la huella que dejaron las llamas. Los ojos del Tío de los Recados se han acostumbrado a la penumbra del local y ahora ya es capaz de dar una identidad a los objetos almacenados en una forma provisional, en general son cuadros, estatuas, bronces, jarrones y lo que puede que sea una colección de máquinas de pinball cubiertas con sábanas con puntillas. El hombre que le ha invitado a pasar y sentarse –¿dónde?– también tiene hollín en las cejas y parece que ha estado limpiando un bronce realista, de unos sesenta centímetros de altura sobre un pedestal de un metro, que representa a un espadachín con bigotes que reluce en forma apagada bajo una luz de mecánico. No es la representación de un militar, a juzgar por el equipamiento del espadachín este es más bien un deportista. El tipo parece haber sufrido algún tipo de herida –puede que solo en el orgullo– durante lo que tenía que haber sido un lance amistoso de esgrima y su cara refleja un montón de sentimientos cruzados. El Tío de los Recados, cargado con los muestrarios se ha quedado colgado mirando la cara de la estatua con una de muy parecida, pero de esto él no es consciente. El viejo de la gamuza que sí lo es, de consciente, le pregunta:

  –¿Qué cree que siente?

  –Todavía está decidiendo que se puede permitir sentir.

  –¿Quién le ha herido?

  –Alguien que ha resultado ser mucho mejor con la espada de lo que esperaba, también no diré más malvado, sí quizás más resuelto.

  –¿Qué pasará ahora?

  –¿Qué pasará?, se casará con ella, sin duda.

  El viejo de la gamuza se echa a reír y a continuación parece olvidarle. El Tío de los Recados ve una mesa al fondo, un conjunto de mesa y sillas que no tiene el aspecto de ser una obra de arte y sorteando los objetos consigue llegar y sentarse, teniendo la precaución de poner la maletita que cobija el diamante entre sus pies. No acaba de enderezar su espalda que las puertas dobles de un ascensor tan grande que parece capaz de trasladar un auto entero se abren, dejando que Su Jefe salga de él apresurado, con la cara reluciente, los ojos muy abiertos, la boca entreabierta; hay algo casi sexual en su aspecto. Es su expresión habitual cuando persigue, cuando está a punto de alcanzar algo, para la limitada experiencia del Tío de los Recados una venta.

  –Rápido, pásame la piedra, los muestrarios, creo que llegaré a un acuerdo con la señora antes de incluso que aparezca al señor. ¿Te puedes creer?, anda por la casa a lo suyo y nadie le encuentra.

  El Tío de los Recados está a punto de comentar de la presencia del vejete de la gamuza, pero renuncia, porque uno: el Jefe ya se marcha y dos: al tipo no se le ve por ningún lado. A quienes sí se les ve es a los perritos, salen de todas partes y se tumban alrededor de sus pies, aunque parecen ignorarle a consciencia. No, desde luego que no están allí haciéndole compañía, son canes de alcurnia, aristocanes, él no debe oler a nada interesante.

  –¿Quién es usted?

  Le pregunta una mujer de una gordura flácida, farmacéutica, que intenta contener tras una carpeta entre sus brazos. Su cara le parece conocida al Tío de los Recados; la cara no, quizás los rasgos en general. Decide que se parece a alguien, a un alguien que no recuerda, no tiene tiempo a contestar, ella tiene una nueva pregunta para él.

  –¿Es suyo el coche blanco, junto a la puerta?

  Suyo, suyo, no. Es de alquiler, ni siquiera está alquilado a su nombre, tampoco lo ha conducido hasta allí, es un modelo eléctrico nuevo. Su Jefe siente fascinación por los modelos nuevos. Pero todo esto es difícil de explicar y que suene coherente, así que como está dispuesto a aceptar la propiedad sin más del auto acaba solo asintiendo, trabajo en balde porque la mujer ya ha decidido que él está bajo sus órdenes y tiene tareas que darle.

  –Apártelo, ahora, la peluquería canina va a marcharse.

  Dice con una voz llena de autoridad, tanta que ante la invocación consigue que la furgoneta, visible solo parcialmente desde donde el Tío de los Recados está sentado, arranque y que todos los perritos se pongan a ladrar segundos antes de salir corriendo en su dirección por senderos que solo ellos deben conocer a través de los bibelots que llenan el almacén, no sabiéndose si cuando lleguen hasta ella se constituirán como guardia de honor o contribuirán a expulsarla del recinto.

  El Tío de los Recados diez minutos después, apartado y aparcado el auto, vuelve a estar sentado a la mesa contemplando el parking lleno de obras de arte, pensando que la cueva de Ali Baba no debía tener un aspecto muy diferente. La mujer gorda, nariz apuntando al cielo, escudada tras su carpeta viene derecha a él, posiblemente con nuevas misiones, pero se detiene, interrumpido su afán ordenancista, por el sonido de la llegada del ascensor, este abre sus puertas y de él surgen la mujer morena y Su Jefe, el cual está hablando de las primeras huellas humanas encontradas nunca, dos parejas de pies impresos en el barro junto al lago Victoria, huellas de hace muchos miles de años, las que se presuponen la primera familia bípeda y por lo tanto humana. Dos pares de huellas en las que las más pequeñas están más hundidas en el fango, por lo que los estudiosos presuponen que la hembra cargaba algo, quizás a la cría, quizás la compra, ves tú a saber. El derroche de erudición acaba al poco –Su Jefe tiene derroches de estos de cuando en cuando, sin que parezcan nunca venir mucho a cuento– y son despedidos. El Tío de los recados no pregunta por el éxito o el fracaso de la reunión, no le es necesario hacerlo, solo tiene que escuchar las conversaciones de Su Jefe a través del éter con un desconocido para enterarse.

   –Joder, qué gente, has de dar comisión a todos, absolutamente a todos, antes de llegar al gran hombre. ¿Qué cómo es?, parece un deshollinador, uno de no demasiado limpio.

  La conversación telefónica continúa, pero el Tío de los Recados se abstrae de ella -es mucho de abstraerse de las cosas- mientras se pregunta si él también podría aspirar a un pellizco de la operación, pero luego se pregunta ¿cuál ha sido su participación?, no cree haber hecho nada para merecerlo. Además, aunque algo hubiera hecho, se dice mientras observa de reojo a Su Jefe, los hombres hechos a si mismos, en su limitada experiencia, no suelen ser generosos con los empleados, debe ser una cualidad imprescindible para convertirse en uno de ellos, o no.


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