Gatsby

 

Sam, el hombre que escribe por venganza, coprotagonista de la cuarta novela del autor "Nadie lee lo que escribo" continúa en este pequeño cuento desprestigiando a esos clásicos que no entiende por qué lo son.

 

 

—No la entendí. O no, no fue eso. En realidad, la cosa es que no podía identificarme con ninguno de los personajes, ni con ella, ni con su marido, ni con Gatsby, sobre todo no podía con él.

Dice Marina; quiero contestarle que no hay ninguna ley que obligue que los lectores tengan que identificarse con alguno de los personajes. Un texto puede ser una manera de mirar a los otros, no necesariamente una manera de encontrarnos a nosotros mismos. Querría contestarle esta y más cosas, Marina siempre despierta en mí las ganas de discutir, pero ella ahora parece buscar con la mirada a alguien que debe andar por detrás de mí, en las profundidades de la biblioteca. Debería largarme, se le nota ligeramente molesta, no acabo de decidir si es porque me haya dirigido a ella en sí o porque mis preguntas le obliguen a hablar en este espacio en el que se debe guardar respetuoso silencio. Una de las bibliotecarias parece estar muy atenta a mi presencia, se debe preguntar qué hago aquí, debe conocer a todos los profesores, puede que hasta tenga intimidad con alguno, a lo mejor con Marina mismo. Ella estuvo dolida conmigo, no creo que se esperara un rechazo, a saber qué ha ido largando de mí por ahí.

En un ejercicio de masoquismo me he puesto a repasar en mi cabeza diferentes momentos embarazosos recientes, con Marina y conmigo de protagonistas. Debo llevar demasiado tiempo aquí plantado con la mirada perdida, porque cuando espabilo compruebo que la bibliotecaria está rígida en su asiento, con los ojos clavados en mí. Imagino que mientras me observa busca con los dedos bajo la mesa algún tipo de botón de alarma, dispuesta a llamar a seguridad si ve en mí el menor atisbo de comportamiento extraño. Esto, algo que es muy posible que solo esté sucediendo en el interior de mi cabeza, me intimida y decido marcharme.

Fuera del recinto el último sol de octubre se desliza perezoso por la fachada del edificio. Junto a la puerta hay una cesta de alambre llena de libros, puedes coger uno y llevártelo a casa. La biblioteca se deshace de sus fondos, cuando un libro sobrepasa una línea de tiempo determinada sin que nadie lo tome en préstamo acaba aquí afuera, esperando que alguien lo adopte o ser sacrificado. La comparación entre cestas y jaulas, perros y libros, perreras y bibliotecas, la máquina de triturar papel y la inyección letal, ¿son imágenes poderosas?, ¿hay un tema aquí, ni que sea para un chiste? Es una pregunta larga, ni siquiera está bien construida, por eso es que vuelvo a la pregunta original y se la hago esta vez a un muchacho espigado, que arrastra sus libros hacia el interior del edificio.

—Perdona, ¿has leído El gran Gatsby?

—¿Por qué quiere saberlo?

¿Por qué? Porque intento llevar al papel algo que podría llamarse crítica literaria oral, un buscar entre la gente común y corriente la huella que realmente han dejado en ellos las consideradas grandes obras literarias. ¿Es este mi motivo?, ¿es por esto que le pregunto? A lo mejor, no estoy muy seguro, de un tiempo a esta parte nunca estoy muy seguro de nada. Por eso lo que le contesto es:

—Solo es una encuesta.

El joven no lo es tanto, puede que sea un estudiante de posgrado, hasta un profesor no numerario, si es que todavía existen. En realidad, no sé cómo clasificarlo, últimamente todos me parecen reducidos a una única categoría: los que vienen detrás de mí, aquellos a los que pertenece el tiempo por venir. Los ojos del amo del futuro han vagado por sobre mi cuerpo y se han detenido primero en mis manos desnudas, creo que esperaba ver o no ver algo en ellas, quizás una carpeta, una tablilla porta hojas, después sus ojos se han posado sobre mi corazón, en realidad en el bolsillo de mi americana, quizás buscando diferentes bolígrafos, una acreditación colgando de él. Pero no ve nada de eso y el no hacerlo parece confirmarle en su opinión de que soy un chalado y continúa su camino, dejándome por respuesta una pregunta que parece tirarme por encima del hombro, una repuesta con un cierto tono despectivo.

—¿Encuesta?

Y desaparece en el interior de la biblioteca. Desaparece, es lo que hace exactamente. El sol se ha quitado las nubes de la cara y la entrada es ahora un punto de oscuridad en la fachada, un carbón negro en el corazón de una hoguera. Me alejo, me alejo, es lo que debo hacer.


—Sí, sí que la he leído, también he visto la película. Las películas, hay dos, ¿no? Una antigua y otra moderna.

—Si te preguntara: ¿de qué va exactamente?, ¿qué me contestarías?

—Es una historia de amor, de un amor imposible.

—¿Por qué era imposible?

—Creo recordar porque ellos dos eran de clases sociales diferentes.

—Me parece un motivo extraño, para los Estados Unidos, vamos, que se supone que era la nación de la igualdad de oportunidades.

—Se suponen muchas cosas que luego resultan no ser verdad. ¿Quieres la leche caliente?

Yo asiento y ella cuando la vierte dibuja un corazón —o un árbol de navidad o una pluma de un ave blanca y exótica— con la espuma en la superficie del café y después me abandona para continuar sirviendo a los otros parroquianos. A través de las vidrieras veo como la noche está llegando y con ella las luces comienzan a encenderse. Hace mucho que no veía la capital con estas galas. Llevo bastante tiempo que cuando el sol está todavía alto ya estoy metido en casa. ¡Tantos brillos al otro lado del cristal!, la ciudad parece guiñarme promesas que por un momento estoy dispuesto a creerme, después recuerdo quien soy y me entristezco. También recuerdo mi sondeo y le pregunto al hombre que justo está en la barra a mi derecha.

—¿Y usted, la ha leído?

—Sí, que la leí, también vi la película. No me parecieron muy allá.

—¿Le pareció una historia de amores imposibles?

El hombre me observa por un segundo, a continuación se quita el palillo de la boca y después habla con el tono de alguien que está muy seguro de lo que dice.

—Me pareció la historia de un idiota, de alguien que se enchocha de una tipa que ama más su posición, su clase social, su status, que cualquier otra cosa. Esto es normal, tiene la cabeza hueca y le han enseñado que eso es lo correcto. El tipo, el idiota ese, no llega a comprenderlo, ha visto demasiadas películas cursis, está demasiado enamorado de su imagen, de quien cree ser o aspira a ser y por fidelidad a una fantasía la acaba diñando. Una historia sórdida, de gentes egoístas y ruines, con una capa de lentejuelas por encima. A la gente le gustan mucho las lentejuelas, si le pones brillibrilli a una mierda seguro que la compran.

Dicha su opinión vuelve a ponerse el palillo en la boca y se dedica a su carajillo, le doy las gracias por su opinión y le pongo azúcar a mi café con leche, pensando que es una opinión respetable, sintética y concreta, pero en la novela hay algo más. Debe haber algo más, ¿qué me estoy perdiendo?


Francis Scott Fitzgerald escribió la novela en 1925, persiguiendo repetir el bombazo de su primera novela: lo necesitaba, él y su mujer vivían muy por encima de sus posibilidades. Se dice que Zelda, su esposa a la fecha, le presionaba para que se olvidase de las novelas y ocupase el tiempo en escribir esos relatos que el escritor colocaba con facilidad en las grandes revistas americanas. Ahora ya no hay revistas.

No es muy trabajoso encontrar similitudes entre episodios de la vida de Francis Scott y los que narra la novela. Justo antes de ser movilizado —aunque no llegó nunca a ser enviado al frente—, él también conoció a una muchacha, considerada como fuera de su alcance para las convenciones de la época, esta se casó, más adelante, con un jugador de fútbol americano rico, de familia supremacista, un calco de Tom, sin duda. La misma Zelda rompió su compromiso con él, aduciendo de que no podría mantenerla. ¿Ha concentrado en Daisy el carácter y las esperanzas puestas en estas dos mujeres? Posiblemente haya de más y de menos, la musa más importante del escritor se llama experiencia.


Tumbado en mi cama releo mi ejemplar. No puedo concentrarme, recuerdo una conversación con un corrector: No se relee por segunda vez un texto. No, la cosas se leen y se releen una sola vez. ¿Qué hay que decir entonces? Leo por tercera vez, leo otra vez, leo de nuevo… pero nunca releo por segunda. Leo por tercera vez, no me gusta como suena. Mis escritos deben estar llenos de fallos de estos, errores que me delatan como alguien ajeno al ecosistema plumífero.

Gatsby también se delató en el que quería hacer suyo, por algo tan simple como que era demasiado generoso, esplendido, llamativo, no solo para el círculo de los viejos propietarios, sino también para el de los nuevos. En cuanto le pusieron la vista encima, todos supieron que no pertenecía allí y se dedicaron a inventar historias, libelos, bulos, con el fin de denigrar su persona, de inflar el gran pecado de que el suyo no era ni dinero añejo ni innovador, que todo aquel oropel solo era un disfraz para ocultar su real yo, un yo que todos esperaban decepcionante.

¿Cuál era este? El que a la fin parece aceptar el narrador como cierto en realidad puede ser tan falso como los otros que Gatsby se ha, o le han, otorgado. Según este era mariscador, escarbando en el fango en busca de almejas, ganaba lo justo para comer y llegar al día siguiente, hasta que un día, allí frente a su playa de barro, vio un barco, un yate, encorado en un lugar poco idóneo, pidió prestada una barca y se acercó al buque para avisar de la circunstancia que el navío era acechado por un escollo oculto y el cambio de viento podía precipitarlo contra él. En el bajel un gigante caído residía, un gigante al que solo acompañaba la botella, aunque estuviera rodeado de un coro de suplicantes casi continuamente. El gigante vio en el joven enjuto y moreno puede que un reflejo de sí mismo y lo tomó a su servicio, durante años, hasta su muerte. Tras ella, los enanos hicieron pedazos al gigante del cobre, se repartieron su cuerpo y dieron la patada a Gatsby, que volvió a tierra firme, puede que con media docena de pantalones blancos y dos americanas azules por todo capital. El narrador, Nick, lo relata como si estas circunstancias fueran algo que, de saberse, sin duda sería vergonzante para Gatsby. Aunque yo me pregunto: ¿hasta qué punto pueden serlo?, o quizás la pregunta correcta sea ¿para quién pueden serlo?, para mí no. Toda esta epopeya que Fitzgerald liquida en una veintena de líneas me dibujan al joven Gatsby como un personaje de Conrad. Es un Nostromo, un jefe de cargadores, en potencia. Un hombre que se yergue y deja que las fuerzas de la vida se arremolinen alrededor él. Un hombre que es levantado por estas mismas fuerzas y camina por la vida dejando que sean su pedestal. Cayo Mario es su propio antepasado ilustre, no necesita otro. Puede que esta fuese la historia que me gustase contar a mí, pero solo porque estoy en las antípodas de ese tipo de hombre.

—Odio al narrador —clama Piero, en voz tan alta que las gentes que pasan junto a nosotros nos miran—, el tipo que abandona a la novia y con el dinero de su padre se va a la ciudad. Ese tipo siempre tiene excusas para todo, desde luego es muy tolerante consigo mismo, ¿recuerda cómo comienza el libro?, él rememorando una plática de su papaíto en que este le encomienda que sea tolerante con las personas, que siempre recordara que puede que los demás no hubiesen tenido las mismas oportunidades que él. Parece haber decidido que la manera de seguir el consejo es no expresando su opinión sobre los demás, después se ufana de que esta forma de tolerancia le ha permitido conocer a gentes de todo tipo, su mente tiene el poder de atraer a las mentes anormales, dice.

A mí Nick tampoco me cae bien, en realidad no me cae de ninguna manera, solo tengo la sensación de que es mejor mantenerse alejado de él. Porque ¿quién es él realmente? Llega de algún lugar del medio este con un título universitario que no especifica y con una especie de beca de un año que le ha concedido su padre, decidido a meterse en las finanzas, un tema del que sabe tan poco que considera que dedicar una hora diaria en el Club de Yale a estudiarlas será bastante formación. Parece un alguien desenvuelto, de aquellos blindados en su ignorancia, un tanto frío de corazón y carácter, al menos en comparación con los otros personajes los cuales, todos, todos, viven en una continua montaña rusa emocional. No entiendo los soliloquios de Nick, siempre me parece que calla más que habla; que está seguro de que yo, su confidente lector, daré por sentado algo, tan evidente para él, que no cree necesario comentarlo. Cuando se pone poético entre escenas, sus frases se envuelven en tantos circunloquios y declaraciones pseudo poéticas que al final no sabes en qué está poniendo el acento. Yo al menos.

Piero también tiene más quejas contra Nick. Parece haberlas estado buscando mirando hacia un punto del interior de su frente y haberlas encontrado.

—Odio el sonsonete con que habla, ¿lo recuerda? —dice, y me guiña un ojo.

¿Sonsonete? Eso es una cualidad que puede adquirir el lenguaje hablado, ¿pero el escrito? ¿Es posible que un texto genere su propia música? El sonsonete lo genera el lector, intentando encuadrar lo que se dice en el espíritu que cree dibujado anteriormente en el personaje. Eso me parece mucho trabajo para dejárselo al lector medio, ¿se le puede ayudar? ¿Resaltar en cursiva que el personaje imita un deje, una voz que no es la suya, produciría un estremecimiento en los correctores? 

Mi pensamiento se ha ido un poco, no importa, Piero no está esperando mi respuesta, lleva un tanto rebuscando en la bolsa donde guarda sus magras pertenencias, hasta ahora que encuentra el ejemplar que le dejé el otro día para que refrescara su recuerdo del texto. Piero es italiano, nunca le he preguntado cómo es que ha acabado viviendo en la calle, tirado en un jergón junto a la librería La Central, gastando el día en leer los libros que, supongo, la gente le da. Ahora que ya se ha puesto las gafas, resigue las primeras líneas del escrito para sí, antes de comenzar a declamarlas con un tono que no sé identificar, pero se cansa enseguida y arroja enfadado el libro sobre el jergón.

—Este tipo es un hipócrita, todo lo que dice tiene la musiquilla del ¡ya te lo dije!, ¡qué se podía esperar! ¿Solo la escucho yo, allí resonando entre las líneas? Raja y raja sobre este y el otro, con el tono de una vieja que se cree mejor que los demás por puro nacimiento. Recuerda un poco a Capote, el de A sangre fría, al de ¡pobre gente!, ¿has visto lo que les ha pasado?, qué sorpresa debió ser para ellos, tan convencidos de ser el centro de su mundo y descubrir que solo eran el patio trasero de la locura. ¿Has leído a Capote?, no sé si da para más charla que Scott Fitzgerald. Tráeme libros de Capote, hablemos del rubito guapo.

Le prometo que otro día le traeré algún libro de Truman Capote, le doy más dinero y me voy. Hoy ya ha comenzado a darle a la botella, puede que se levantara con todavía algo de mi anticipo. Cuando bebe se pone pesado y no quiero estar por medio. Siempre le doy dinero por leer mis cosas, asegura que le gustan, me felicita entusiasta mientras estrecha efusivo mi mano, y después me pide más pasta. Creo que en realidad no las lee. Nadie lee lo que escribo.

 

—¿Has leído el Gran Gatsby?

—¿Por qué lo preguntas?

—Intento escribir algo sobre esos libros que todo el mundo piensa que sabe de qué van, pero nadie en realidad ha leído.

—Yo sí que lo he hecho.

Asegura mi jefe con un tono de extrañeza. No me sorprende su reacción, él es un hombre cultivado por elección y posibilidades, no entiende que el resto de los hombres no quieran serlo, seguir sus pasos, aunque todo en su porte me asegura que nunca mira atrás, que nunca comprueba si alguien se refugia en su sombra. Nuestras charlas las suele comenzar y acabar él. Es parte del cuidado de la distancia entre empleado y empleador; esta siempre está ahí porque creo que los dos nos sentimos más cómodos con ella. Si hoy le pregunto, inicio un tema de charla en vez de ser un educado oyente, es porque ya llevamos una hora y media de viaje y a la vez que el coche devora los kilómetros yo me adormezco y temo que la modorra salte de mí a él, —que es quien lleva el volante— y acabemos en el fondo de un barranco envueltos en chatarra vintage de muy buen gusto por valor de dos o tres decenas de miles de euros.

—¿Qué te pareció? ¿Te gustó? —le pregunto.

—No, sí. No tengo una opinión firme, quizás debería volver a leerla.

—¿De qué dirías que trata?

—Es un inventario de envidias.

—¿Envidias?

—Todos quieren más. Si para conseguirlo tienen que quitárselo a otros, pues ¡qué lástima! Le dan más valor a lo que pierden que a lo que conservan. Cosa normal, de todos modos.

Pienso en lo que dice, puede que esperara una contestación más divagada, pero su resumen es coherente.

—Sí, también es eso.

Admito y recibo a cambio una mueca que no sé interpretar. Por un minuto se concentra en adelantar una larga fila de camiones y cuando otra vez sitúa el vehículo a la derecha vuelve a hablar.

—Gatsby es un idiota, no todo se puede comprar; menos el pasado y así poder hacerlo desaparecer.

La declaración le ha salido con voz sentida, una voz que no le conocía. Ahora calla, creo que anda preocupado por algo, quizás por eso mismo: que no se puede comprar el pasado y hacerlo desaparecer.


En el espejo tengo mucho mejor aspecto, el pelo que me queda parece haber recuperado la disciplina y se reparte airoso sobre el campo de batalla. Víctor bufa satisfactoriamente y hace dringar las tijeras en sus manos una última vez más antes de dejarlas sobre la repisa, bajo el espejo mural. Mientras comienza a limpiarme el cuello con la ayuda de un cepillo y talco, contesta a mi pregunta. Preocupado por mi pelo había olvidado ya que se la había hecho.

—Sí que la he leído, ¿cómo no?, es la gran novela gay americana.

—¿Gay?, nunca la he oído calificar así.

—Cielo, es evidente, ¿Jay Gatsby?, tiene guasa el nombrecito, Jay best Gay, no me digas que nunca lo has pensado, no es un acrónimo muy rebuscado. Además, las lentejuelas, las fiestas… Mira, yo siempre interpreté que Jay y Daisy eran dos tíos. Que eran novietes de chavales, que se perdían por los arbustos y leían el ¡Hola! juntos. ¿Me sigues?

—Tú a todo le das una lectura gay —opina la voz de otro de los free lances, o puede que de un project manager, me han soplado que la estructura organizativa de este tipo de peluquerías es muy parecida a un bufete de abogados de postín, no sé si creerlo.

—Si lo prefieres, no juguemos a ser Cocteau, no crucemos los sexos, en realidad no hace falta, solo pregúntate: ¿de dónde sale el dinero de Jay?

—No queda claro, es dinero sucio, dinero que ha ganado se supone en la prohibición.

—¿Haciendo qué?

—No se especifica, amañando partidos de beisbol, en las apuestas digamos, en realidad no lo sabemos, se deja en el aire.

—No, para nada, queda claro, clarinete, que él ha hecho el dinero siendo el erotómano de un capo de la mafia. Francis lo explica tal cual: un hombre lo toma a su servicio como chico para todo. Ve en él todo lo que desea, o puede todo lo que ha perdido y le cubre de oro, o le pone en la posición de poder ganarlo. La mierda esa de ver en alguien el hijo que nunca tuvo también la usa Gore Vidal, en no sé dónde, para ocultar lo que sin duda es una relación homo entre los personajes. Yo, es que nunca he visto diferencias entre el eros y el ágape, cuando cumpla los sesenta a lo mejor, pero por ahora me parecen lo mismo. Y Daisy, la adorable locuela, no tiene sentimientos propios, solo imita los que ve en su círculo, en realidad debería mudarse a Boston y buscarse una amiga. No te lo he preguntado, ¿te corto más flequillo o lo dejo así?

Después de la conversación con Víctor recuerdo los comentarios en el texto sobre esbeltos jóvenes ingleses aprovechando la oportunidad de vender algo, lo que sea, a orondos americanos ricos, ¿no es al principio de la primera fiesta a la que va Nick? Cuando lo leí, no entendí qué era exactamente lo que vendían, ahora lo entiendo menos.

 

—No está demasiado bien escrita.

Opina Miguel, después para subrayar su afirmación se quita las gafas y golpea suavemente con ellas la portada.

—¿Por qué dices eso?

—Es farragosa, sobre todo al principio, allí donde el autor falla en su intención de sumergirnos en la mágica atmósfera de un cuento.

—¿Esa era su intención?

—Sin duda, cuando la trama por fin comienza a moverse, el texto se me hace más fácil de pasar, pero continúa desagradándome la distancia que separa, en cuanto a tono, las reflexiones interiores del narrador y los diálogos casi infantiles de los personajes. ¿Has leído Glamourama?

Agito la cabeza de lado a lado negándolo, aunque sí, sí que la he leído, hasta entiendo el símil que intenta hacer entre las novelas, creo. Los protagonistas en ambos textos no son muy listos, tampoco lo necesitan, son jóvenes, son guapos, sus familias tienen dinero. Sus vidas interiores parecen más complejas que los monosílabos y las frases hechas que salen de sus bocas, pero no mucho más. Lo entiendo, pero no quiero entrar en un discurso de literatura comparada entre dos obras que…. ¡que me parecen insulsas! Así que lo que digo es:

—¿No sería eso una forma de reflejar el ambiente, la época?

—Sí, pero también consigue transmitirme la sensación de que el narrador está continuamente entrando a codazos en la trama, muy en plan yo estaba allí horrorizado y al final en estado de shock, pero lo disimulaba gallardamente; en realidad, durante todo el asunto fui el único que conservé la dignidad.

“El tema en sí es una fantasía adolescente, el héroe es despechado, desaparece para seguir un camino de construcción de su yo, un camino del que se habla bien poco, porque lo importante es, tras la metamorfosis y el regreso, el premio que ha de recibir, que no es otro que el reconocimiento que pueda conseguir por parte de unos, a los que en realidad no ve como iguales, ni ellos a él. En el Conde de Montecristo al menos existe la venganza como leitmotiv. En Gatsby, no sé. Igual tengo la romántica creencia de que una mujer que tiene un precio en realidad no te merece. A la historia siempre le encontré la moraleja de que no se puede pagar para ser aceptado, el dinero para lo que va bien es para mantener alejados a los que no quieras ver.

 

Hoy, esta noche, cuando Ella ya duerme, he acabado de leer el libro, con esta será la tercera vez que lo hago. La segunda vez que lo releo y que se jodan todos los correctores. Lo cierro y lo dejo sobre la mesa. Como las otras veces examino la sensación que me ha dejado en la mente. Es de vacío, de insatisfacción, de algo inconcluso. Encuentro cabos sueltos por todas partes, especialmente me molesta que Jordan interprete la conversación por teléfono con Nick como el punto final de la relación. Me largaste por teléfono, no sé de dónde lo saca. Nick habla mucho y dice poco, cada vez menos, mientras el texto intenta hacia el final dejar de ser una novela romántica y transformarse en una tragedia. Es curioso, estoy seguro de que los personajes no viven sus vidas de papel con esa sensación, la de ser parte de una tragedia. Ellos parecen vivir vidas insatisfactorias y asustadas, pero vidas que simultáneamente son esperanzadas, creen que tras el próximo recodo del camino encontrarán lo que andaban buscando, que el mismo recodo borrará para siempre lo que dejan atrás. No importa si ello es un desamor adolescente o un cadáver en una cuneta. Solo tienen que continuar adelante, adelante.

Cierro el libro, como las otras dos veces llego a la misma conclusión: el gran clásico americano no me gusta. Ni su trama, ni su estructura, ni sus personajes, todos me aburren ligeramente. Hacer un largo viaje con cualquiera de ellos sería algo muy cansado, hasta para mí que he aprendido a fingir educado interés en casi cualquier circunstancia.

Apago la luz y me quedo mirando el techo. Ella a mi lado se revuelve por un segundo, suspira y parece caer en un sueño aún más profundo. Las formas en la oscuridad parecen adquirir volumen, el que yo quiera moldear con mi mente. Al final, mientras camino por la línea que separa el sueño y la vigilia, veo claramente a Daisy y Tom, sentados en la mesa de la cocina, las maletas hechas, dispuestos a poner tierra por medio.

Tienen experiencia, no es la primera vez que lo hacen, hay un incidente en Chicago que nunca ha salido a la luz que les empujó hasta Long Island. Míralos: Daisy y Tom, no tocan el pollo frio en sus platos, no beben cerveza, solo se miran sabiéndose cómplices en dos nuevos crímenes. Él sabe que ella atropelló a sabiendas a Myrna, ella sabe que él envió el loco con la pistola contra Gatsby. Sí, esta es la historia que me gustaría contar, su complicidad, trasladaría sin dudar el tronco argumental a ellos. Gatsby solo sería un secundario cómico, trágico, condenado a morir en el segundo acto. Nick pasaría a ser una mascota, algo más cerca de Milú que de Tintín. Me parece mejor material, igual algún día me pongo. No creo que nadie lo leyese. Nadie lee lo que escribo.

 

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