A subasta los trastos de Gary

 


001

Odio Ginebra, es un agujero en medio de los Alpes donde se esconden los responsables de que el mundo vaya como vaya: bien para ellos y mal para todos los demás. Sí, todo va a peor, me reafirmo ya antes de salir de la terminal, hasta hace nada esa máquina de ahí te regalaba un billete del tren que te acerca al centro, ahora continúa allí, pero más que apagada parecer muerta. Cuentan que se quejaron los taxistas o alguien, quien fuera de tanta generosidad; casi que puedo escucharlos: ¿algo gratis en Suiza, dónde vamos a ir a parar? Pago por un billete en una expendedora ya en el exterior y tomo el tren que en unos diez minutos me deja en Ginebra-Cornavin, la estación central, falta mucho para que sea la hora del evento, pero mi intención es hacer tiempo dándome una vuelta por la ciudad vieja que domina desde una colina el lago. Si no me equivoco mis pasos camino de ella me harán pasar justo por delante del hotel y su sala de convenciones. A un trozo de mi cerebro, un trozo desconfiado, le gusta comprobar que los sitios a donde me envían están donde dicen que están y abren a las horas que se supone deben hacerlo. He tenido algún desengaño antes, volar cinco mil kilómetros para encontrarme con que en mi destino era una fiesta local o día de inventario y nadie estaba al caso de que yo me dejaría caer por allí acreditado con mi sonrisa. ¿Entiendes lo que digo? ¿No?, lo sé.

El hotel con su paraninfo está donde se supone, un poco antes del puente que pasa sobre el lugar donde el lago Lemán se transforma en el rio Ródano. Todavía nadie parece estar dispuesto a atender a los invitados a la conferencia, aunque unos pocos de ellos se reparten por el bar y el hall colgando de sus móviles, tamborileando con sus dedos impacientes sobre los muebles delicados y hermosos que lo pueblan. Comprobado que mi destino continúa donde siempre cruzo el puente y trepo hacia el centro de la ciudad vieja. Toda mi profunda antipatía hacia esta ciudad se concentra en un punto: el oratorio de Calvino; siempre que vengo acabo acercándome, como atraído por un imán. Puede que realmente desee que algún día que se me junten la oportunidad y un despertar de mis instintos más primarios y me atreva a pegarle fuego. Detesto a Calvino deportivamente, para mí es el ejemplo del ideólogo que consigue tomar una idea básicamente correcta, retorcerla y transformarla en algo peor a la que se quería oponer en un principio. No soy teólogo, por lo que debo estar profundamente equivocado, pero el gran logro, por llamarlo de alguna manera, del tipo fue dar las escusas para separar la caridad de la práctica diaria del creyente y conseguir darle la culpa de ello al Papa. ¿No entiendes lo que te explico? No es extraño, pasó hace cuatrocientos años. Te contaré algo que igual te parece más comprensible. Miguel Servet, seguro que has oído hablar de él, has visto su nombre impreso en los libros de texto, esos que, aunque no lo creas, han ayudado a que seas quien eres. ¿Lo localizas? Miguel Servet era un sabio, un geógrafo, un médico. Se hacía muchas preguntas, demasiadas en un tiempo en que preguntarse cosas no estaba bien visto. Calvino le engañó, le hizo acercarse por Ginebra con una falsa invitación de buen rollo, pásate por aquí, te esconderé de los gabachos, hablaremos un rato de filosofía natural, haremos una fondue, Miguelito se lo tragó, cruzó los Alpes para descubrir que a Calvino le importaba una mierda sus aportaciones a las ciencias naturales, que en realidad lo que estaba era muy molesto en cuanto a sus reflexiones sobre la naturaleza de la Santísima Trinidad y según lo tuvo a su alcance le pegó fuego. Un gran aporte a la libertad y tolerancia religiosa suiza. Luego hablan de Torquemada. Entre tú y yo, los suizos son mala gente, los holandeses también, no sé cómo han conseguido convencer a todo dios de que van de enrollados, aunque sospecho que pagando. Pues eso, me acerco al oratorio de Calvino, pero como soy un cobarde y además no creo que nadie, nunca, en ningún sitio, entienda el gesto, me digo que ya le pegaré fuego al antro otro día, y haciendo tiempo aquí y allá —las tiendas de alta fidelidad de Suiza son las más flipantes del mundo—, hago camino de regreso a la sala de conferencias. Ya debe estar abierta, tengo la obligación de estar allí cuando comience a despotricar desde el estrado un nuevo Calvino.


002

Al día siguiente llego al despacho con la esperanza de entrar y salir sin que nadie me vea. Estoy cansado, el vuelo se ha retrasado, he pasado demasiado tiempo en el aeropuerto y no tengo ganas de sufrir un interrogatorio por parte de dirección sobre el recorrido que pueda o no tener el histrión al que ayer aplaudía cortésmente. Además, no tengo mucho que decir, quizás que a su manera es un gran espectáculo, el público respondía muy bien, no es de extrañar, antes de empezar su elocución andaba ya bastante convencido sobre las bondades del libre mercado, la desregulación y la inmoralidad de los impuestos. Soy un hombre mesurado que no cree en los excesos, por lo que no puedo estar de acuerdo en como presentaba los supuestos y sus consecuencias el orador. Sí que había un sonsonete por el fondo que me molestaba: estás a todas con nosotros o eres el equivocado, en nada el enemigo. Yo estoy muy mayor para ser el enemigo de nadie.

La planta cuarta está extrañamente vacía y silenciosa para ser las once de la mañana. ¿Dónde está la gente?, a la vista solo veo a ¿Verónica?, ¿se llama así?, ocupando su mesa, con el teléfono en la oreja y hablando, quizás más bien escuchando, por él. ¿Verónica?, de últimas tengo dificultades para aprenderme los nombres, recordar las caras, de quienes se presentan en mi vida intentando ocupar el poco lugar que queda en ella. Hago un gesto a la muchacha, que puede o no llamarse Verónica, con el que intento llamar su atención; más o menos lo consigo y después señalo el espacio vacío mientras dibujo una interrogación en mi cara, ella se encoge de hombros por respuesta y rompe rápidamente nuestro contacto visual, ha decidido ignorarme. Estupendo yo también lo haré. Me llego a mi despacho, el último, en el rincón, escondido tras los archivadores, vacío mi ataché de la documentación inútil que carga y me dispongo a esfumarme, ya me enteraré qué demonios pasa más tarde.

Más tarde resulta ser muy pronto, en el rellano las puertas del ascensor se abren frente a mí y lo encuentro lleno. El Dire, el Presi, El Jefe de Ventas, el Tipo de la Calculadora y sus respectivas guardias de corps atiborran el espacio. Comprendo que hay o ha habido una reunión de dirección. Existe la superstición que estos cónclaves siempre acaban con un gesto con el que demuestra el infinito poder que tienen estas gentes sobre nosotros, todos los demás. En cuanto a la forma que puede tomar este existen discrepancias, se opina que según el estado anímico del grupo puede ir desde subir el precio del café de la máquina a despedir al primero que pillan. Es claro que este es el motivo porque todo el mundo ha decidido que tenía algo que hacer, lejos de aquí y ha desaparecido.

Con mi media sonrisa, marca de la casa, doy un paso atrás y les cedo el espacio para que salgan, es lo educado y además no puedo entrar en la cabina hasta que ellos la vacíen. El Dire, que hasta ahora estaba de espaldas a mí, se gira, me ve y su discurso —este hombre es mucho de discursos— se corta de repente para señalarme y casi gritarle al Presi:

—¡Es él, es él!

El Presi está un poco sordo, bueno un poco no, bastante. Demasiado para acudir a reuniones y enterarse de lo que se dice, pero esto no es necesario para ejercer de Presidente de la compañía, lo importante para el cargo es el currículum, los apellidos, la intachabilidad. El presidente de una compañía de nuestro tamaño, de cualquier tamaño que pueda permitirse tener uno, es básicamente una mascota, un perro grande que vaguea por ahí hasta que llega el momento de estrechar la mano de alguien muy, muy importante o triturar a un departamento entero. No se me ocurre ningún motivo porque su alteza pueda tener interés por mí. ¿Qué es lo que he hecho? Nada, en realidad es eso lo que hago normalmente: nada, ir a los sitios donde estos tipos no quieren ir. Pienso en el férreo defensor de la mano oculta del mercado al que vengo de aplaudir, este tipo es, por ejemplo, con quien debería tratar el Presi, sería un glorioso dialogo de sordos.

El Presi se abalanza sobre mí, se cuelga de mi brazo y me arrastra pasillo abajo, huele a cosas muy caras y a vejez. Todo el resto de la tropa nos sigue a respetuosa distancia, más o menos un palmo, con cara de envidia.

—Me han dicho que toca la guitarra, ¿es cierto?

Tengo un súbito ataque de terror, ¿pretende el tipo este que le anime un sarao?, ¿tiene un grupo tributo y se ha quedado sin rítmica?; ¡grupos tributo, no!

—Se hace lo que se puede, Señor Presidente.

He pensado en negarlo taxativamente, pero alguno de sus pelotas barra chivatos le ha debido pasar un dossier, o sea que contesto lo que me parece menos comprometedor. Él no parece muy satisfecho con la respuesta.

—¿Qué quiere decir con eso?

Quiero decir exactamente eso, que nunca estaré satisfecho con mi nivel, pero sé por experiencia que explicar esto a alguien fuera del mundillo es complicado, tengo otra respuesta más adecuada para él.

— Mis manos, la edad, ya no estoy para hacer cejillas.

—Lástima, la vida es corta, cuando nos queremos dar cuenta ya ha pasado y no estamos para… para eso: hacer cejillas mismo. ¿Qué es una cejilla?

Abro la boca, pero el cielo se apiada de mí y uno de los tipos esos que siempre van detrás de él asintiendo a todo lo que dice se cuela entre nosotros por un sitio imposible y comienza a explicárselo. A medía charla el Presi ruge y le interrumpe.

—Ya me imaginaba que era algo así, una posición de las manos, claro, claro. A lo que iba, necesito su ayuda. ¿Supongo que entiende de guitarras?, ¿no? Necesito que me ayude a escoger una guitarra, para regalar, al pequeño de mis sobrinos, ¡pequeño! Tiene veinte años.

Se detiene de golpe, como si tuviera la necesidad de inventariar rápidamente los sucesos de estos veinte años de los que habla, tan de golpe que los tipos que nos siguen evitan por un pelo chocar con nosotros, pero no consiguen hacerlo entre ellos. Escucho algún murmullo de desagrado, pero el Presi ya ha puesto en marcha otra vez los pies y la lengua y los dejamos atrás tirándose de las mangas de los trajes y colocándose las corbatas.

—Siempre tengo un detallito con ellos, con los jóvenes de la familia, los brotes nuevos. Solía hacérselo cuando regresaban del servicio y tal. Hoy en día ya nadie hace el servicio. Como odié la academia de oficiales y ahora ve, me doy cuenta de que me hizo un gran favor, me enseñó lo que era el respeto a la jerarquía, ¡sí, señor! ¿Hizo usted el servicio?

—Sí, señor presidente.

—Estará de acuerdo conmigo.

—En todo, señor Presidente, yo también lo odié profundamente y cuando acabó pensé que no había sido para tanto.

—¡Ve!, lo dicho. A lo que íbamos, el muchacho es aficionado a la guitarra, su madre me ha dicho que anda ahorrando para hacerse con una de calidad. No tiene un real, está en la facultad, ¿entiende? A los jóvenes no hay que darles mucha cuerda de golpe, a mí tampoco me la dieron, también odié eso. Bueno, la cosa es que quiero comprarle una guitarra, ¿cuál me aconseja que le compre?

Un modelo está a punto de salir por mi boca, pero solo porque es el que me ronda por la cabeza este mes. Cada tanto hay uno del que me encapricho, luego se me pasa, la época de comprar y comprar material ya pasó, no sé si es una suerte o una desgracia.

—Me pone usted en un brete, señor presidente, una guitarra es algo muy personal, es como unos zapatos. Sí, eso mismo, unos zapatos; no es solo que haya que acertar el gusto a quien van destinados, es que primero hay que hacerlo con el número.

—Cierto, cierto, no lo había pensado, uno tiene tantas cosas en la cabeza. ¿Dice que hay tallas de esas cosas?

—En realidad sí, hay la escala corta y la larga, se adecúan más al tamaño de las manos. Y el sonido de cada una se adapta a los estilos musicales.

—Tamaño de las manos, estilos musicales, bien, me pongo a ello, lo averiguo y le informo.

—A su servicio, señor presidente.

El abuelo me suelta, me desamarra y continúa pasillo bajo, un tropel de tipos me adelantan y después me dejan atrás. ¿Dónde estoy? Cogidos del brazo, en una especie de paseo circular por los departamentos hemos recorrido toda la planta o casi, vuelvo a estar en el vestíbulo de los ascensores. De entre la turba que desaparece tras la esquina escucho surgir la voz del presidente preguntar:

—¿Cómo decía que se llama el tipo este?, ¿qué es lo que hace aquí…?

Nada, no hago nada, ya me está bien.


003

Al día siguiente un tipo joven y despeinado entra en mi despacho sin llamar, me sorprende: nadie, lo que es nadie, se deja caer nunca por aquí.

—Hola, soy Salvador, estoy en Telecomunicaciones y Seguridad informática.

Lo primero que pienso es que miente, desconfío de todos estos técnicos jóvenes con sus trajes nuevos, tienen muchas cosas que demostrar, entre otras el que soy un dinosaurio inútil incapaz de adaptarme a los nuevos tiempos. Cosa fácil de lograr, por cierto.

—Creía que habían podado hasta la raíz el departamento.

—Lo hicieron, creo que se olvidaron de mí, bueno, lo creía hasta la semana pasada, hasta que de arriba me llamaron y… bueno, aquí tiene.

Me deja encima de la mesa una llave USB a la que alguien, por algún motivo, se ha preocupado de borrarle las marcas externas —las de la marca y capacidad—, supongo que con papel de lija.

—¿Qué es esto?

—El vaciado del móvil, de la música que contenía el móvil.

—¿El móvil de quién?

—Lo he olvidado, no lo sé, ni quiero saberlo. Ni el porqué, yo solo se lo entrego, le doy el recado y lo olvido, son mis órdenes, usted sabrá las suyas.

La verdad es que no recuerdo cuáles son, pero me quedo mirando el lápiz y al final lo cojo entre los dedos, con delicadeza, no sé si porque me parece algo sucio, peligroso, o las dos cosas y me quedo mirando al tal Salvador, pero éste tiene los labios apretados, en una muda declaración de que no piensa decir nada más. Así nos quedamos durante unos segundos hasta que se encoje de hombros y se larga. Un instante después la puerta vuelve a abrirse y asoma la cabeza por el hueco.

—Me olvidaba; ¡el recado! ¿Atento?, ahí va: grandes, como un catálogo de pollas. ¿Lo ha pillado o se lo repito?

—Creo que no será necesario.

—Mejor, ahí se queda. Mira que son ustedes raros.

Paso el resto de la mañana confuso. Parece que la manera más sencilla que se le ocurrió al señor presidente de enterarse qué música escuchaba su sobrino fue que un hacker de corbata torcida le robara los datos del teléfono, en cuanto la manera de determinar el tamaño de sus manos… prefiero no pensar en ello. El joven este al que quiere regalar una guitarra ¿quién dijo que era?, ¿su sobrino?, ¿un nieto?, ¿un sobrino-nieto?, ¿importa? Robarle los datos a alguien continúa siendo un delito por muy familiar tuyo que sea.

Enchufo a mi ordenador la llave USB, el lápiz, como llamen ahora a estos cacharrines que ya casi no se ven, la gente comparte sus archivos directamente por la red, los publican, que dicen, para que todo el mundo pueda verles haciendo el chorra. Se ha perdido el sentido del ridículo. Listo el contenido de los archivos y decido que se han equivocado de chaval o de móvil. Todos son discos muy antiguos, y digo discos, no listas de Spotify, o como se llame. Discos, metidos en carpetas individuales, acompañados de sus correspondientes portadas, algunos por partida doble, pues hay el mismo archivo musical en versiones FLAC y Ogg Vorbis. No, no parece la colección de un muchacho de hoy en día, la prueba es que conozco los artistas, conozco las canciones, no debería conocer ninguno. Hay más de quinientos discos, tiene todos los de AC-DC y de los Stones, los de Dylan y los de Elvis, los de Tequila y los de Radio Futura, los del Último y los de Ilegales, ¡tiene todos los de Rick Wakeman! Estos me aburren solo leyendo los títulos. Este chaval tiene un problema. También hay un archivo de texto titulado con solo una letra be minúscula, lo abro, son los bookmarks de su navegador.

—¿Qué haces? —me pregunta mi costilla.

—Miro dentro de los cajones de un adolescente.

—¿Qué has encontrado?, ¿poemas tristes y catálogos de lencería?

—Discos viejos, discos que podrían ser míos.

—¿Por qué estás haciendo esto?

Dudo un segundo y comienzo a explicárselo, mientras lo hago me doy cuenta de que es algo falsamente sencillo, que es muy rebuscado, no me sorprende nada lo que ella dice tras mi explicación, solo pone en palabras lo que me ronda en la cabeza.

—¿No podían simplemente preguntarle qué guitarra le gusta y ya está?


003

—¡Ha de ser una sorpresa!, demonios, ¡ha de ser una sorpresa!

Me grita el Presi a través del teléfono. Después de rumiarlo con detenimiento al final me he decidido a llamar a su secretaría y rogar si podría en su momento contactar conmigo para hacerme una aclaración sobre un asunto de matiz personal que nos llevamos él y yo entre manos. En secretaría parecía que sabían quien era yo, parecía que estaba esperando mi llamada y ¡el horror!, ¡el horror!, el Presi se ha puesto inmediatamente al teléfono, para chillarme su explicación.

—Lo comprendo, pero la lista que me ha suministrado es la de un melómano, es difícil discernir los gustos musicales de un alguien si la lista de los long play de su móvil son quinientas referencias.

—¿Quinientas?

—Sí, señor presidente, de lo más variado. Tras un primer análisis, uno solo puede llegar a la conclusión de que está muy interesado en la música.

O que tiene una compulsión coleccionista, pero eso si es cierto o no que lo descubra él mismo.

—¡Es lo que dice su madre!, que está demasiado interesado en la música, que no hinca todo lo que debería hincar los codos delante de los libros. Y yo le digo, ¿quién lo envió a dar clases de guitarra?, ¿no fuiste tú para que las matemáticas se le dieran mejor?, ¿para que no se despellejara las rodillas por el campo jugando al fútbol?, ¿qué esperaba?, primero alimenta la pasión y luego quiere quitársela. ¡Mujeres!

El teléfono se queda silencioso, durante treinta segundos, no sé si es que era mi turno de decir algo, si el aparato se ha estropeado o si el señor presidente se ha muerto. Al final me atrevo a carraspearle al auricular e inmediatamente recibo una respuesta.

—Examinaremos el problema, pronto le llamaré. Gracias por su interés.

Me quedo mirando el teléfono silencioso en mi mano. Son la once y media, me gruñe el estómago. Tengo hambre, miro mi agenda, como siempre está vacía, me voy a la planta doce, a la cafetería. No he conseguido todavía nada que llevarme a la boca que Stravos me coge del brazo, me lleva junto al ventanal y me susurra entre dientes:

—¿Qué te llevas entre manos con el viejo?

—¿Qué viejo?
—No te hagas el loco, le he podido dar una mirada a la lista de acceso directo al Olimpo y estás el primero de la lista. Todo el mundo está temblando, Señor Malas Noticias.

—¿Señor Malas Noticias?, ¿así me llaman?

—¿No jodas que no lo sabías?

—No, la verdad.

—A veces, a veces pareces... ¡Déjalo!, desembucha, ya, ahora, ¿vuelven los malos tiempos?

Me tiro un cuarto de hora explicándole el caso, un cuarto de hora porque tengo que explicárselo dos veces, ninguna de las dos me cree.


005

Comienzo a ser consciente de que igual el mote ese que dice Stravos que tengo puede ser real: la gente intenta evitarme, ni siquiera se atreven a coger el ascensor conmigo, justo cuando las puertas se abren, esté yo dentro o fuera, hacen cara de recordar algo, me sonríen y salen o entran pitando.

Me siento muy solo, tanto que engancho al primero que pillo y le pregunto si esto está pasando o es mi imaginación. El primero que pillo es al tal Salvador, el ingeniero que ya no debía estar aquí. Ha vuelto a aparecer en mi despacho, juraría que ha mirado a un lado y otro antes de entrar, confirmando que nadie lo ve hacerlo.

—¿La peña le evita?, ¿no quieren ni compartir el ascensor con usted? Eso he oído que le pasaba a Steve Jobs, la gente le rehuía, el jodido cabrón cada día estaba más colgado y despedía a la peña en los ascensores.

—No puedes saber eso.

—Todos los programadores lo sabemos, somos una secta, tenemos un sistema de información paralelo, llevamos un ranking de locura, de endiosamiento, de poder efectivo y poder real.

—¿De quién?

—De todo el mundo. ¿A que no sabe quién…?

—No sé nada, ni quiero saberlo. ¿A qué debo tu visita?

—Tengo datos para usted, tengo un ranking de reproducciones.

—¿Reproducciones de qué? ¿Cuántos rankings mantienes?

—Todos los que puedo. Todos los que me mandan.

—¿Y qué dice este?

—Gary Moore.

Por un momento no sé de qué está hablando, debo estar más mayor de lo que me creo, porque esto me pasa continuamente de un tiempo acá. Luego reacciono.

—¿Estamos hablando de los gustos musicales del sobrino-nieto, o lo que sea, del señor presidente?

—Claro, me pidieron que cavara más hondo, ¿no lo sabía?

—No tenía ni idea, pensé, no sé qué pensé. Así que Gary Moore; entiendo que me dices que este es su favorito.

—Así es.

—¿Cómo has podido averiguarlo?

Salvador mira a un lado y otro, igual piensa que hay alguien escondido tras las cortinas o debajo de la mesa, no sé, lo cierto es que no se tranquiliza demasiado y baja la voz para confesarme:

—El chaval, su aparato de música, el de casa, tiene bluetooth y, claro, desde ahí…

—Déjalo, déjalo, no sé si me parece más inmoral que ridículo o al revés.

—Estoy en su mismo caso, aquí tiene el listado, fíjese que en los discos de Thin Lizzy es él quien toca. ¡Oiga el disco en directo ese!, del medio negro medio irlandés, pues sabe qué: ¡mola!

Salvador deja las dos hojas de papel encima de la mesa, me sonríe y se va, como la última vez, tres segundos después vuelve a asomar la cabeza por el hueco de la puerta.

—Se me olvidaba. ¡Adiós!, dejo el puesto, me vuelvo para el pueblo, he encontrado trabajo en un megacagarro que están construyendo allí. Me siento un criminal y a la vez un estúpido.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Colaboro en la destrucción del paisaje que atraía a los visitantes ¡construyendo equipamientos para ellos! Yo creo que un día, de golpe, dejarán de venir, será la ruina y nadie entenderá por qué ha sido.

Salvador tuerce la boca y desaparece dejándome una sensación de vacío inesperada, ¿me caía bien? No me caía mal. En fin: ¡buena suerte!

 

Le hecho un ojo a la lista. Gary Moore, bueno, ahora ya es sencillo, aunque utilizó un montón de hachas diferentes durante toda su carrera, si uno piensa en él lo recuerda cargando del hombro una Gold Top desgastada, la guitarra aquella que antes fue de Peter Green hasta que este perdió la chaveta. Dicen que el trasto tiene una de las pastillas puesta al revés, además de uno de los imanes bobinado a la contra, según a quien quieras escuchar, y esto es lo que le da un timbre característico al instrumento. Dicen, yo no tengo el oído tan fino, si lo tuviese… ¡sería músico!, ¿no lo soy? No, yo solo intento tocar la guitarra, dese luego no soy músico, lo que según como es un descanso. Vale, no soy músico, pero entonces, ¿qué soy?

Me quedo en blanco unos minutos intentando definirme, después lo dejo para otro momento y vuelvo a pensar en el regalo del señor presidente. Me hago un resumen a mí mismo: por un lado, tengo una historia que contar, motivos si se le ocurre pedírmelos, para decir por qué esta sí y aquella no, y además estoy seguro de que existirá un modelo signature, un engendro con sobreprecio que querrá imitar a la herramienta esta. Algo que se puede comprar fácil por internet en el hipermercado ese alemán.

Me estoy yendo de tiendas por internet que alguien da unos golpecitos en el marco de la puerta y una de las factótum de dirección aparece en la puerta. No recuerdo cómo se llama, pero sé quien es, todo el mundo —menos yo, que ya no estoy en la edad— anda loco con ella, es joven, bonita y el empeñarse en vestir sobria y esconderse detrás de unas gafas enormes de concha produce el efecto contrario al que pretende entre las mesnadas de contables, leguleyos y economistas que pueblan esta jungla vertical.

—Disculpe, ¿podría acompañarme? —me pide con un tonillo autoritario que me rasca.

—¿A dónde?

—El señor presidente quiere hablar con usted, en forma discreta.

Mi opinión es que el señor presidente ha perdido la cabeza y lo de la discreción es algo que no sabe manejar, pero me abstengo de comentárselo, solo asiento, me levanto de mi mesa y salgo detrás de ella. En realidad, dos o tres pasos detrás, porque ella camina a saltitos avanzada a mí, como si fuera una exploradora con la misión de evitar que nos crucemos con alguien en los pasillos, aunque ¿si así fuera?, ¿cómo podríamos evitar que nos vieran? ¿Habría de saltar yo rápidamente al interior de la oficina o al cubículo más cercano para ocultarme? Puede que si esto no fuera posible ella degollase a quien nos descubriera. Lo haría rápida y silenciosamente para después lanzar el cuerpo al hueco del ascensor, un hueco que ya debe estar lleno hasta arriba y es por eso que tomamos las escaleras de servicio y bajamos, y bajamos, y bajamos por ellas hasta el cuarto sótano, el que está por debajo del parking. Aquí algunos aseguran que existe un refugio nuclear preparado para salvar a alguien que no somos ni tú ni yo. Mientras tanto ahora, por utilizar el espacio, duermen nuestros archivos.

En el rincón más alejado del sótano mi guía abre la puerta de lo que debe ser un cuarto de escobas o mantenimiento y sí, allí, con el fondo de un montón de tuberías y cuadros eléctricos iluminados con cien pilotos parpadeantes, sentado en un taburete, está el señor presidente con un puro de un palmo en la boca.

—¡Ya está aquí!, ¿usted fuma?

—No, no lo hago, señor presidente.

—Yo sí lo hago, ¿le importa?

En realidad, sí, el cuarto este es muy pequeño, el puro muy grande y mi ropa acabará oliendo a humo; ya me puedo imaginar a mi mujer olfateándome y gruñendo, me puedo imaginar a mí mismo haciéndolo. Pero en realidad la pregunta ha sido por mera cortesía, él ya va a lo suyo. Al menos no grita demasiado, supongo que piensa que está murmurando como todo buen conspirador.

—Sí, es lo que parece: me escondo, la verdad es que hay días que me esconden y días que me escondo yo, por mi cuenta, hoy es un día de estos. Aquí no hay alarma anti-humo y puedo fumar, es un arreglo que hice con los ingenieros, cuando la reforma. Siempre están reformándolo todo, ¿es necesario? ¿Ha hablado con el chico de los ordenadores?

Ha cambiado tan rápido de tema que por un momento no sé de qué está hablando, después lo recuerdo, sí que he hablado con el chico de los ordenadores. Así que asiento.

—Debí imaginarlo, el… jodido irlandés, hasta después de muerto aparece nuevamente. Nunca supo quedarse en su sitio, no, no. ¿Cree que el chico lo sabe?, ¿que se lo ha contado?

¿El qué?, ¿qué chico?, ¿el de los ordenadores, dice?, estoy a punto de preguntar, pero la factótum de dirección se ha puesto a hacer estiramientos —esa es mi primera impresión— con las tuberías que cubren la pared del fondo y me distrae, en nada descubro que lo que hace es alcanzar un dossier escondido tras ellas y alcanzárselo al señor presidente, pero este se niega a cogerlo con un gesto y con otro le ordena que me lo entregue antes de envolverse con una nube de humo. Como lo tengo en la mano, el expediente este, lo abro, hay papeles dentro, como en todos los expedientes, justo el que tengo bajo mis ojos es una partida de nacimiento. La voz del presidente me ilumina.

—¡Su madre!, su madre siempre dijo que era una mujer libre. Un putón desorejado, eso es lo que era. ¿Qué mierda significa la expresión?, lo decíamos, la decían, en la residencia de alféreces provisionales, yo me reía, por no parecer tonto, pero la verdad es que nunca la entendí. Mujer libre, ¡joder! Insisto: ¡joder!, en cuanto leí el nombre lo vi claro.

El señor presidente se queda mirando su puro, como si en la punta rojiza pudiese encontrar alguna respuesta, pero niega con la cabeza y vuelve a prestarme atención.

—¡Gary Moore!, en estos papeles hablan de él como si fuera un genio. ¡Un borracho, eso es lo que era!, ¡un irlandés borracho! Por un duro te dan seis. ¿Qué vamos a hacer ahora?

¿Me lo pregunta a mí? ¿Qué me pregunta? ¿Que si el buen Gary era un genio o un irlandés borracho?, ni una cosa, ni la otra, o las dos. Era un tipo que tocaba la guitarra y de mientras manejó sus contradicciones como bien pudo, como todo el mundo, ¿no? A mí personalmente me ha hecho pasar algún buen rato, por eso si me lo encontrase le pagaría una copa y le dejaría decidir si sería la última o la siguiente. No acabo de entender lo que el señor presidente está diciendo, en realidad creo que no quiero entenderlo, además es casi la hora de irse a casa y tengo la sensación de que esto puede alargarse y no me apetece nada. Total, que contesto lo primero que se me ocurre que pueda ser apropiado, eso sí, poniendo mi cara de total comprensión.

—Es una decisión difícil que solo le corresponde a usted.

La chica de dirección se me queda mirando con la nariz un poco arrugada, creo que considera que no es la respuesta correcta, me pregunto cuál es ésta en su opinión, o si siquiera si habrá alguna. No debe ser tan mala porque el Presi asiente.

—Lo sé, lo sé. María, los billetes.

La chica de dirección saca del bolsillo con la rapidez de un pistolero unos folios arrugados y me los entrega, sin desplegarlos los reconozco, son billetes de avión.

—Primero comprobemos si es cierto. A ella siempre le ha gustado darse aires, a su manera, pero ¡anda que no!, ¿miente? ¡Maldita princesa descalza! Los herederos del irlandés están sin un duro, los derechos de autor ya no son lo que eran, subastan sus guitarras, el próximo día 29, en Londres. Usted ya ha estado por allí, vaya y compre alguna, la más usada posible, esperemos que así podamos confirmarlo, un análisis nos dará la respuesta.

¿Análisis?, la palabra crea ecos en mi cabeza, pero me niego a que signifique lo que significa. La factótum de dirección tiene algo que decir.

—Busque guitarras con las cuerdas viejas, no hemos podido conseguir fluidos, ni pelo.

— ¿Fluidos dice?

—¿A usted también le parece imposible?, claro, si todavía estuviera vivo sería fácil, servirían vasos, botellas…

—Cigarrillos —apunta María, la chica de dirección.

—Sí, eso, cualquier cosa, pero como al tipo lo incineraron nos tendremos que conformar con epiteliales.

—Epiteliales.

Repite ¿María?, como un eco, yo solo acierto a asentir con la cabeza y a sentirme muy estúpido. Por suerte el Presi cree necesario resumir la cuestión y lo hace subrayándola con amplios gestos de la mano que lleva el puro.

—Compre una guitarra sucia y consígame el ADN del irlandés.

Yo solo acierto a asentir, aunque un trozo de mí está convencido que en una sala de subastas les deben pasar al menos un trapo al género que venden antes de ponerlo en el escaparate. Parece que mi silencio le es suficiente, porque el señor presidente se levanta del taburete, evidentemente con ganas de largarse.

—María, volvamos arriba, basta de esconderse, hemos de estirar unas pocas orejas. Le veo el miércoles.

Esta última frase la dice dirigiéndose a mí, mientras posa su mano sobre mi hombro, como si me bendijese, después me olvida y se larga. María lo hace también, pero dejándome tras de sí una mirada de advertencia. Cuando reacciono y salgo del cuartucho, la luz general de la planta se apaga y despistado me cuesta encontrar solo con la tenue iluminación de las lámparas de emergencia la salida.

  006

Odio Knightsbridge, es un agujero en medio de Londres donde detrás de los escaparates se esconden los responsables de que el mundo vaya como vaya, bien para ellos, mal para todos los demás. Hay un montón de sitios de estos, pequeños, elegantes, caros, todos están edificados sobre la promesa de un mundo que no existe y me acabo de dar cuenta que yo también soy culpable de que tengan éxito en ello.

Bonhams es la casa de subastas que mueve los lotes. Gracias a ellos, además de parte de la colección de amplificadores y guitarras de Gary, hoy también tenemos la oportunidad de hacernos con piezas interesantes de Memorabilia y así llevar un paso más allá nuestras obsesiones juveniles. Hay una selección de carteles cinematográficos originales de Desayuno con diamantes, Psicosis, Con la muerte en los talones... discos autografiados de los Beatles y un montón de cosas que me llaman la atención, cosas que no me importaría nada tener por casa y mirarlas de cuando en cuando, cosas bonitas, interesantes y carísimas. Si el rey de la subasta hoy es Gary el príncipe, sin duda, es el Doctor Who, un fetiche televisivo tan extendido entre los ingleses como desconocido en mi tierra. Hay mucho vestuario de la serie, además de marionetas, robots y attrezzo vario. Un maniquí de torso me llama la atención, exhibe lo que se supone es una camiseta de Johnny Rotten y a mí me parece poco más que un trapo desgarrado y sudado. Es entonces cuando me doy cuenta de que puede, solo puede, que el plan del Presi no sea tan descabellado.

Mientras hago cola para acreditarme me suena el teléfono, hay letreros por todas partes que te ruegan que apagues el celular, pero una mirada a mi alrededor me confirma que nadie hace ni caso; hay gente que sin duda está en mí mismo caso, siendo el apéndice de quien realmente puja y necesitan continuas instrucciones o confirmaciones.

—¿Ha escogido la guitarra o guitarras por las que va a pujar? Necesito números para poner en marcha el aval.

Es la voz de María, sí, María, al final me he aprendido su nombre, la chica para todo del señor presidente. Chica para todo, que mal ha sonado eso. Igual de mal que su pregunta, la verdad es que yo solo he babeado un rato mirando el catálogo y no he pasado de ahí. Sí que se veían guitarras más castigadas unas que otras, ¿pero sucias? He de reconocer que no me he tomado en serio mi misión, este affair, como quieras llamarlo, mejor que me espabile. Improviso con destreza, a veces me sorprende a mí mismo lo bien que se me da.

—Tengo una idea para intentar observar con detalle el stock, mejor que el resto de los pujantes, pero todavía estoy acreditándome, en cuando tenga datos le informo.

Ella de entrada no contesta, aunque casi puedo sentir llegar su desagrado desde el otro lado de la línea.

—¿Cuál es su plan?

—Hay un lote fuera de catálogo, una guitarra de cierto precio, The Greeny, la llaman así, el precio de salida es de un millón.

—¿De dólares, libras o francos suizos?

—Libras. Me interesaré por ella, creo que eso me abrirá un poco las puertas.

—Hágalo, pero antes, ¿ha leído las condiciones de subasta de Bonhams?, casi cualquier cosa puede ser interpretada como un contrato verbal, incumplir un contrato se considera estafa. En Inglaterra los abogados son carísimos y las cárceles incómodas. Intente no comprometerse. Me habían hablado bien de usted, ¿se equivocaban quienes lo hacían?

—De usted no me ha hablado nadie, es normal, chicas voluntariosas y listas aparecen dos o tres cada temporada, su falta de escrúpulos se vuelve contra ellas y desaparecen en nada.

María me cuelga, es de esperar.


La señorita que comprueba las acreditaciones no entiende mi inglés, es curioso, vamos, no es que sea muy bueno, pero he ido con él por todo el mundo y hasta ahora me había servido, debo hablar como los indios en las películas, pero bueno, ellos se hacen entender, ¿no? Al final recepción decide que sí, que yo soy yo, y me indica qué silla me corresponde y me da un algo parecido a una pala de ping-pong con un número impreso en ella, adminiculo que se supone he de agitar cuando alguno de los lotes me interese. En cuanto a mis demandas sobre lo del lote especial, no acabo de estar seguro de que lo entienda, aunque al cabo de unos minutos un caballero muy estirado, a su demanda y en un correcto castellano, me da una serie de explicaciones sobre cual ha de ser mi comportamiento durante el acto. No es la primera vez que voy a una subasta, pero al igual que te tragas el rollo de los chalecos salvavidas y las salidas de emergencia en un avión, una y otra vez, una y otra vez, aguanto sus explicaciones estoicamente.

—¿Lo ha entendido todo?

—Sí, gracias.

El hombre se relaja infinitesimalmente y me pregunta en un tono más coloquial:

—¿Es usted español, de España?

—Sí, de Barcelona.

En realidad, mi genealogía es mucho más complicada pero no me apetece comentársela, en realidad no me siento de ningún lado en especial, quizás me siento nativo de algunas canciones que en general la gente considera pasadas de moda.

—Yo soy de Vigo.

—Buenos mejillones.

—¿Se ríe de mí?

—¿Yo?, para nada, me gustan los mejillones.

El tipo me examina durante un segundo, hasta que decide que no miento —no lo hago—, luego mira hacia la entrada y comprueba que no tiene que colocar a nadie más y parece relajarse y decidir charlar conmigo.

—¿Ha venido por las guitarras o por la memorabilia?

—Por las guitarras, en realidad represento a un comprador, los lotes están a unos precios fuera de mi alcance.

El hombre cambia un pelo más su expresión, ahora es un poco más cálida, más afable, expresión de vendedor, diría yo.

—¿Realmente piensa que lo están? Hay muchas muy asequibles, en realidad están a poco más del precio que se piden por modelos similares en Reverb, ¿conoce Reverb, supongo?

—Sí, desde luego. Pero los precios en Reverb no son reales, los artículos pasan años en exposición sin que nadie se interese por ellos. Y de los que hoy nos ocupan… realmente fuera del precio de salida le aseguro que yo no podría permitirme llegar mucho más lejos en ninguno.

—No creo que todos los lotes tengan pretendientes, ¿es usted guitarrista?

Lo pregunta con el mismo tono con que alguna vez me han preguntado si quería drogas, chicas o armas, una vez me ofrecieron chicas armadas, se supone que era lo más. Es ese tono o me da esa impresión. Me encuentro contestándole bajando la voz, como buen conspirador.

—Lo soy, sí, más o menos, menos que más.

—Entonces seguro que lo es. Pues eso, los guitarristas siempre creemos que nuestro vicio es más común de lo que lo es en realidad. Pruebe suerte. Yo voy a hacerlo.

—Seguiré su consejo, de todas maneras, el comprador al que represento ha oído de un lote muy especial.

El hombre pierde su afabilidad con rapidez para recuperar un blindaje absolutamente profesional.

—¿De qué lote estamos hablando?

—Nos han llegado noticias de que la Greeny está a la venta y que son ustedes quienes se ocupan.

—Parece que las noticias vuelan.

—¿Le sorprende?

—No la verdad. Por la conversación que hemos mantenido hasta ahora creo entender que no es usted el directamente interesado.

—No, por supuesto.

—¿Puedo inquirir quién sería?

—No, lo siento, me obliga a confidencialidad.

—Lo suponía, ¿quiere que observemos los lotes desde más de cerca mientras le comento las especificaciones de puja?

Los siguientes veinte minutos se difuminan en un aura dorada, el hombre habla sobre pujas cerradas, sobres sellados, garantías y fechas, pero yo solo miro las guitarras depositadas sobre paños blancos en el interior de un almacén. Cada una parece más interesante, más alcanzable, que la anterior, si tuviese realmente que escoger para mí, ¿cuál intentaría comprar? Tendría que tocarlas ¡todas! Un rato y después… Mi acompañante se ha detenido, en una mesa, tras un cordón una Les Paul, Golden Top, desgastada parece esperarnos. Me quedo mirándola, porque parece ser lo que tengo que hacer. Es bonita, pero nunca he sido de Les Paul. Pesan; no me gusta que pesen, ni que cabeceen, las guitarras. ¿Por qué nos hemos parado aquí, delante precisamente de esta? Me pregunto un segundo antes de comprenderlo y que la charla del tipo me lo confirme.

—Tenemos ya doce ofertas por la Greeny, todas en sobre cerrado, ha despertado mucha expectación. No puedo garantizarlo, pero las expectativas son que ya se ha alejado mucho de su precio de salida.

—Se lo comentaré a mi representado.

Pasa unos minutos más informándome de la mecánica necesaria para presentar la oferta en este caso especial mientras yo miro y remiro la guitarra frente a mí y decido que no, aunque tuviera el dinero. ¿Un millón, más de un millón? Teniendo cien, a lo mejor. Me doy cuenta de que el tipo ha acabado de hablar, que espera alguna forma de respuesta por mi parte, yo solo acierto a darle las gracias y a inclinar un tanto la cabeza, parece ser suficiente, él casi que copia mis gestos y luego desaparece. Miro a mi alrededor estoy en una sala grande, los lotes a mi alrededor descansan sobre soportes adecuados, todo el mundo se puede decir que va uniformado con una bata gris. No soy de Les Pauls, ya lo he dicho, pero… entre los lotes hay dos que ahora, después de mi exposición a la Greeny, me hacen un tilín que hace pocos minutos no me hacían. Me acerco a babear sobre ellas y uno de los tipos de bata gris se ofrece a ayudarme, justo al lado de la guitarra hay una caja de Kleenex, tengo una idea ridícula, creo, pero que me hará quedar como que intente todo lo posible para cumplir mi recado, así que estiro un par de la caja a la vez que le pregunto al tipo:

—¿Me permite?

No espero su respuesta, ya tengo la guitarra en la mano, aunque en realidad no llego a tocarla, solo lo hacen los Kleenex, eso parece satisfacer al tipo de la bata que no me pone ningún impedimento y durante los siguientes minutos me dedico a toquetear todas las guitarras que puedo y a meterme Kleenex usados en los bolsillos; mientras lo hago me siento muy taimado y retorcido. Me envalentono tanto que al final hasta le pido que le quite las perillas a una Firebird V del 2007 —una monada por dos mil quinientas libras, precio de salida— para, según yo, comprobar que lleva los potenciómetros debidos.

Salgo del depósito ligeramente mareado y me siento en la sala con los bolsillos llenos de Kleenex. Es entonces que recuerdo mis obligaciones y llamo a María.

—Creo que puedo conseguir una guitarra por un máximo de seis mil libras, una guitarra con cara y ojos que cualquiera estaría orgulloso de tener. Por otra parte, tengo una veintena de tissues, estoy casi seguro de que en ellos habrán epiteliales, ¿de quién? no sé decirlo.

—Seis mil libras. Espere y le confirmo.


 

Llevamos diez minutos de subasta cuando un mensaje me entra, en él pone siete mil y yo me lanzo a pujar como un poseso. Hacia el final de las pujas me hago con una Les Paul Standard Gary Moore Tribute, con la pastilla colocada al revés; según la documentación es el prototipo Gibson de la serie, el problema, si lo quieres ver así, es que la documentación la fecha en el 2012 y Gary la palmó el 2011. Solo han sido dos mil setecientas cincuenta libras, es un muy buen precio, más teniendo en cuenta que la anterior en salir a la venta se ha ido a once mil libras, una Les Paul Standard Collectors Choice, número uno de su serie, y que esta realmente tuvo alguna posibilidad que Gary se tirase unas pentatónicas con ellas, porque está fechada en enero de 2011, esta incluía hasta una bonita foto del día de la entrega.

  007

Estoy en el pub, es el más cercano a la sala de subastas, no sé cómo he llegado hasta aquí, estoy cansado y hasta tristón, tenía un acuerdo conmigo mismo de que si tenía la oportunidad me haría con una de aquellas guitarras y no lo he conseguido. Decidí intentarlo no precisamente porque fueran o no de Gary, no lo necesitaban, todas tenían entidad, parecían decirte: ven conmigo nene, salgamos a bailar. No ha habido suerte. Me consuelo pensando que al menos el recado del Presi ya está hecho, que de eso ya me puedo casi olvidar. ¿Realmente él cree que puede conseguir certificar lo que sea en esta manera? Tener fe en tus suposiciones es algo básico para llegar a Presi, ¿no?, le pregunto a la cerveza negra que tengo frente a mí. Mi teléfono suena. Es María, enfadada.

—He consultado, los tissues y las epiteliales son un apuesta muy difícil.

—Soy de la misma opinión.

—Dígale que piense algo, necesitamos una idea —oigo chillar al Presi tras ella.

—El señor presidente necesita aportaciones a la solución del problema, no está usted siendo usted muy resolutivo.

—Es un mal general en el equipo. Busquemos a alguien al que echarle la culpa, rápido.

—¿Bromea?

—Luego la llamo.

Cuelgo. No hay que subestimar a las chicas como María, están ahí, son baratas, hacen cualquier cosa, por ejemplo pedir imposibles y enfadarse cuando no reciben nada a cambio. Estoy perdido, o no, estoy como siempre. Aportaciones, el señor presidente necesita aportaciones, me pido otra cerveza negra, no es que la necesite, pero, estoy en Inglaterra, en un pub, ¿qué otra cosa puedo hacer?

Un tipo que estaba en la subasta entra en mi campo de visión, me había fijado en él porque va vestido con una americana y corbata de colores llamativos, no chillones, llamativos nada más. Cuando le he visto antes, me ha parecido que no compraba nada, primero pensé que sería un curioso, un fan. Después cuando empezó el sarao todo el mundo parecía pretender que era invisible, excepto en algunos momentos en que más o menos eran deferentes con él. El tipo del estrado comentaba algo del lote y miraba en su dirección, como si buscara su aprobación. Los tipos de las batas grises parecían odiarlo. Llegó un momento en que me dije que tenía pinta de músico, de batería, si lo preguntas, o de seguidor del Doctor Who. El flujo y reflujo de bebedores lo deposita a mi lado en la barra, me hace un gesto de saludo desmallado que se vuelve un poco más firme al momento.

—¿No le conozco? —pregunta.

—No, en realidad, no. Solo que hemos coincidido, hace un segundo, en la subasta.

—Es verdad, sí. Mi nombre es Graham. ¿Ha tenido suerte?

Estrecho su mano flácidamente, me presento, lloro un rato sobre que solo soy el correveidile de alguien y que sí, mi patrón ha tenido suerte, pero yo no lo he sido, de afortunado. Luego le comento la compra. Estoy parlanchín, supongo que es la pinta y media pinta que me he soplado. Pero el tipo parece escuchar con interés, hago por callarme por darle la oportunidad de decir algo o de largarse.

—Conozco esa guitarra que dice. Sí, tiene razón, Gary nunca la tocó, se limitó a abrir la caja, mirarla y después decir que los tipos de Gibson carecían de imaginación. Él no era muy… ¿místico?, con el equipamiento, le gustaba cambiar de instrumento. No lo tenía muy verbalizado, pero yo diría que se obligaba a salirse de la zona de confort, convencido que así avanzaría un paso más. Quizás por eso arrastró la Greeny tanto tiempo.

—Arrastrar ¿Qué quiere decir con eso?

—La Greeny pesa mucho y cabecea. Canta como los ángeles, pero tienes que tenerla muy domada con la izquierda, las cuerdas muy sujetas, si no se ensucia fácil. ¡El mástil!, no permite fallos de digitación, ninguno, o sí, pero entonces necesitas mucho overdrive para taparlo y entonces, bueno, entonces suena como todas.

—Parece tener usted un conocimiento muy directo del material del que hablamos.

—Fui Rodie de Gary desde 1968 hasta… hasta que murió.

Sí, desde luego hace toda la pinta de serlo, sonríe y hace un gesto para llamar la atención del camarero, pero parece que además lo hace de alguien más, y que este quien sea le hace torcer la boca primero y después dibujar una sonrisa, de resignación diría. Una mujer delgada y bien vestida, con el pelo de un color rojo imposible está avanzando derecha hacia nosotros, los otros tipos del bar parecen detectar su presencia y se quitan de en medio repelidos según llega hasta ellos, creo que por algún proceso electromagnético producido por la laca de su pelo y las luces del pub.

—¡Hola!, cariño.

Dice mi nuevo amigo Graham, ella no dice nada, primero mira el taburete a mi lado, en el que descansa mi pequeña mochila, luego me mira a mí, automáticamente, mis manos por su propia cuenta retiran la mochila y Agripina se sienta en el taburete con un suspiro mientras rebota en forma elástica, creo que sobre sus propias nalgas.

—Odio esta ciudad, todo es feo y chabacano, menos lo que no puedo pagar, que es casi todo, lo siento como un insulto.

—¿De verdad no has encontrado nada que te hiciera tilín?

—No. Pero un día me vengaré. ¿Hace mucho que estás aquí?

—Minutos, la subasta acabó hace nada, entre bambalinas todavía deben estar liados.

—Pensé que habrías regresado ya al hotel. Pregunté por ti y la pigmea de recepción me contesto riendo: ¡Su marido ha volado! ¿Quiere dejar un recado? ¡Un recado a mi marido!, ¿a quién se le ocurre? En fin, le he contestado que no hacía falta, que lo encontraría rápido, solo tengo que busca en el primer bar a la derecha, si no está ahí seguro estará en el de la izquierda.

Graham asiente con comprensión y luego se dirige a mí.

—Permítame que te presente a mi mujer, Pearl. Ha decidido que este largo fin de semana será una estrella de cine de los cincuenta a la que todos debemos algo.

—Suena divertido.

—Sí, aunque a veces asusta un poco.

Pearl, si realmente se llama así, pone cara de total ofensa y luego con un gesto rápido parece borrar las palabras del aire, antes de preguntar:

—¿Nadie va a invitar a una copa a esta chica?

—¿Seguro, cariño; después te duele la cabeza?

—La cabeza me duele siempre. ¿Quién es este?

—Un conocido, hablábamos de guitarras.

—Tú siempre tienes conocidos, y nunca habláis de otra cosa. Hola me llamo Pearl.

—Mucho gusto. Mi nombre es…

No llego a decírselo, se ha dado la vuelta y continúa embroncando a mi nuevo amigo.

—Ha sido un desastre de viaje, un desastre de compras, ha sido todo un… desastre, sí eso.

—Yo no lo diría así, Pearl, míranos: estamos en Londres, tenemos un hotel y nota de gastos, relájate, tomemos una copa, vayamos a un espectáculo. Después, esta noche, subamos a la noria.

—Sí, subamos a ella y después tirémonos desde allí.

La mujer se vuelve a girar sobre el taburete, me da un rápido repaso de arriba abajo y luego me pregunta.

—¿A qué te dedicas? ¿Eres uno de los fantoches de la casa de subastas? ¿Eres el tipo que me dijo lo de señorita no estamos interesados en su género?

—No, no lo es, ni siquiera es un comprador, solo es un chico de los recados, un rodie del comercio, ¿no? Es lo que me acabas de decir, ¿te he oído mal?

—No, has acertado. Parece que se ha llevado una decepción con los tipos de la casa de subasta.

—Ya lo creo, ¿ha visto el catálogo? La cantidad de mierda del Doctor Who que tenían puesta a la venta. ¿Has visto la camiseta de Johnny Rotten? ¿Eso puede venderse y la ropa de Gary no?

—Ya sabes lo que dijo el hombre. Gary, Gary, no se vestía para actuar, Phil, sí un poco, cuando se acordaba. Gary era así, él era como era, en escena no tenía un personaje, por eso su ropa no…

—¿No vale nada?, sí, ya lo sé, me lo han dicho unas pocas veces ya los amigos de este tipo. ¿Estás contento, guapo?

—No son amigos suyos, no… olvídelo, Pearl está enfadada, cuando los de la casa de subastas contactaron conmigo, ella creyó que podría, que podría, no sé lo que creyó, pero está decepcionada.

Ella bufa sonoramente, el sonido tiene un efecto mágico sobre mí, diría que dejó de flotar sobre la barra, entre las conversaciones y la cerveza; recupero el sentido, la conversación toma una forma coherente y algo que se ha dicho toma importancia.

—¿Dice que tiene ropa de Gary?

—Claro que la tengo.

—¿Y cómo es eso?

—Fuimos novios.

—Más o menos —cree necesario apuntar Graham.

—¿Cómo que más o menos?

—Salisteis dos días por ahí, al tercero os fuisteis a Estepona y aquella noche él la diñó, en tu cama, socia.

—Lo dices como si yo hubiera tenido algo que ver.

—Estoy totalmente seguro, eres capaz de pararle el corazón a un tipo con la mirada, solo tienes que proponértelo. ¿Una pinta?

—No, pídeme un Cinzano, ¿tienen Cinzano aquí?

—Si no lo tienen haré que vayan a buscarlo donde sea.

—Calla, no seas tonto.

—Perdone que insista, ¿tiene mucha ropa de Gary?

—Dos maletas.

—¿Hay ropa sucia entre ella?

—¿Ropa sucia? Este tío es un rarito.

—No se imagina usted cuánto, señora. Esta ronda la pago yo, me gustaría hablar un poco más con ustedes, quizás de negocios.



007

Stravos se cuelga de mi brazo y me estira hacia un rincón del aparcamiento, en realidad hacia mi rincón, donde mi nuevo coche de empresa me espera. Llegando allí lo señala con unos pocos gestos y al final consigue sacar de su garganta una sola palabra, una pregunta.

—¿Cómo?

Disculpar su asombro, en según qué pisos todos opinan que sus carros se caen a cachos desde hace años, todos creen necesitar uno nuevo, todos creen merecerlo. Un auto y un despacho de esquina. Pero como la renovación del parque móvil de la empresa va para largo creo que tiene que haber algún tipo de enseñanza, un algo Zen, en que a mí, que ni lo quiero ni lo necesito, me hayan adjudicado un auto. A Stravos una reflexión filosófica de estas no va a satisfacerlo, pero como algo tengo que decirle antes de que me desgarre el bíceps de tanto apretar le digo:

—Me he encargado de la ropa sucia.

—¿Ropa sucia? Sí, algo así. Ya lo creo que te pega, señor Malas Noticias. ¿No vas a decirme nada más?

Pienso ¿qué puedo decirle?, me obliga la confidencialidad y en realidad desde que le entregué una guitarra y dos maletas a María no he tenido más noticias del affair. En realidad, después de esto simulé olvidar todo el incidente. Es lo que se espera de mí.

Aunque a veces me he sorprendido pensando en el sobrino-nieto del Presi, me lo imagino con la guitarra sobre el muslo. ¿Quién le han dicho, hasta el día de hoy, que es su padre?, ¿qué le dirán mañana?, ¿no le dirán nada?, ¿hay algo que decir?

Stravos continúa con la boca abierta frente a mí. Sacudo la cabeza, dibujo una negativa, es evidente para los dos que no le voy a decir nada, bueno, sí, una cosa:

—¿Te llevo?

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