Tras los pasos del Señor Zimmerman

 Tras los pasos del Señor Zimmerman

Un reportaje de Sol Colmenares

 

 

Roland Gray mide un metro setenta y debe pesar ciento treinta kilos. Aunque de entrada parece que le fastidio, acepta hablar conmigo allí mismo, en el porche de su casa, siempre que sea breve. Durante la corta conversación noto que está más pendiente de los ecos de la retransmisión televisiva de algún acontecimiento deportivo, que llegan desde el interior de su casa, que de mí.

–Salgo por la puerta cada día a las cinco en punto. En esta época, a esa hora, todavía está oscuro, así que solo vi una figura recortada contra el cielo, allí en el cambio de rasante. Primero pensé que era un muñeco de trapo, un espantapájaros, basura que algún gracioso había amontonado en medio de la carretera. Tenemos un par de graciosos en el barrio. Luego el montón de trapos se movió, demostró estar vivo, y entonces reconocí que allí, en medio de la calle había un hombre.

–¿Se movió? ¿Hacia dónde fue?

–No fue a ninguna parte, solo giró sobre sí mismo y se quedó mirando hacia el otro lado.

–¿Qué hay que ver hacia allí?

–¿Lo mismo que hacia delante? La calle, el barrio nada más, señorita.

–¿Qué hizo usted entonces?

–¿Yo?, arranqué el coche y me fui a trabajar.

–¿No le pareció necesario llamar a la policía?

–No, yo no la llamé. Pero, comprendo que Dorothy o Rosalyn o quien fuera, llamara al Sheriff. Si hubiese tenido cinco minutos más para pensar puede que lo hubiera hecho yo, pero no, ya iba con prisa. Las cinco de la mañana y con prisa; me fui a trabajar. No me enteré de lo de la detención, de quien era él hasta ¿dos días después?, cuando lo leí en la cinta local.

–¿Qué es la cinta local?

–Una App, un servicio de noticias locales, creo que lo llevan los chavales del instituto o al menos cuando comenzaron lo eran, de chavales. No hice mucho caso, La Cinta no le tiene mucho cariño al Sheriff, no pierden la oportunidad de intentar ridiculizarlo.

El sonido que nos llega de la televisión adquiere un tono ansioso que se le contagia al señor Gray, se despide de mí con un gesto y media sonrisa y me encuentro sola otra vez, sin otra cosa que hacer que picar a las puertas de ambos lados del repecho, del cambio de rasante, que es aquí la calle. Esta ha llegado recta como una flecha y ganando altura desde el mismo centro de la población, escoltada todo el camino por los árboles de altas copas, las vallas blancas y los porches de las casitas de madera que la resiguen. Desde este punto, mientras agota el término municipal, la calle desciende con la misma o más decisión con que se ha elevado. Me dejo llevar por la gravedad y bajo con ella, al cabo de unos minutos de paseo tengo la sensación de que la mano del hombre comienza a perder la batalla contra sí mismo y contra la naturaleza porque  aumenta el número de jardines con falta de mantenimiento, los esqueletos de bicicletas olvidadas atadas a verjas metálicas, las casas de puertas y ventanas tapiadas que lucen carteles de en venta deteriorados por el tiempo. Separadas por arboledas raquíticas las mismas parcelas se espacian cada vez más entre ellas. Si no me detuviera, si continuara caminando, sé que bajo mis píes esta calle acabaría, si no lo ha hecho ya, convirtiendose en la interestatal diez y me llevaría fuera del condado. Me detengo, no quiero ir más allá, en realidad no sé por qué estoy aquí. Regreso sobre mis pasos y vuelvo a pararme en la falsa cumbre, en el repecho de la línea de asfalto, justo donde se paró él. ¿Por qué lo hizo?, ¿tiene algún significado especial este sitio?

 

–Aquí nunca pasa nada, ni creo que haya pasado nunca.

Opina Liz Ferrys, bibliotecaria y bombera voluntaria, con un gesto de desagrado antes de continuar hablando.

–Este lugar hace veinte, treinta años, en realidad no existía, o sí, pero solo tenía trescientos habitantes, casi todos granjeros, dispersos por todo el término municipal. Solo era un cruce de carretera, fue la subida de los bienes raíces, del valor de la propiedad, más al Este, lo que hizo crecer el pueblo. La ciudad con más empaque de por aquí es Asbury Park, está cerca, en aquella dirección. Y allí tampoco ha pasado nunca nada, bueno, sí, nació Bruce Springsteen. ¿Le gusta Springsteen? A mí se me hace pesado.

 

Dorothy Banks es entrenadora personal y monitora de aerobic. Está disponiéndose para salir a trabajar justo en ese momento y tiene prisa. Me da que es por eso que confiesa ya en la primera frase.

–Yo fui quién llamó a la policía.

–¿Por qué lo hizo?

De entrada, no me contesta, se limita a observarme mientras se pregunta quién se cree que es esta desconocida que ha aparecido en su jardín delantero para interesarse en sus motivaciones y sopesa plantarse y no volver a abrir la boca, pero decide que es más sencillo contestar a mi pregunta y acabar con aquello lo más rápidamente posible.

–Cuando lo vi me pareció que tenía problemas, que se había perdido. Mi suegro… mi suegro tiene Alzheimer, a veces se escapa, desaparece.

–¿Desaparece?

–Como un niño pequeño, en un momento parece incapaz de ir más allá de la mecedora y al siguiente ha salido por la puerta de la cocina para ir a jugar al billar. Los billares del centro cerraron en el 2000.

Reímos, con una risa triste, el único remedio conocido contra ciertas cosas inevitables de las que nunca conseguiremos escapar. Ella toma aire y lo expulsa con rapidez preparándose, como la atleta que es, para el siguiente esfuerzo.

–Vi en la mirada de aquel... viejo raro que él también veía cosas que no estaban allí. Hacía humedad, y estaba en medio de la carretera… llamé a la policía.

 

He comprobado que el tren de Newark se detuvo en el apeadero a las dos y cuarenta y cinco de la madrugada. Si él llegó andando desde allí por la interestatal, caminó unos ocho kilómetros en unas dos horas y cuarto. Es perfectamente posible, pese a su edad, ochenta y siete años, está en bastante buena forma, aseguran que precisamente por eso, por caminar.

La pregunta podría ser ¿de dónde venía?, ¿qué estaba haciendo un anciano de ochenta y siete años tomando trenes nocturnos en la Costa Este?

–Visitar los escenarios de un antiguo amor.

Le suspira al teléfono Mamá, que está pasando una etapa sumamente romántica.

–¿Solo?, ¿con las manos en los bolsillos?

–¿No llevaba nada encima?, ¿ni el billete de ese tren que dices que lo llevó hasta allí.

–Llevaba su billetera, aunque en la oficina del Sheriff primero aseguraban que ni eso y que ese fue el motivo por el que lo retuvieron.

–¿Retuvieron? ¿cuál era su delito?

–Espero que los patrulleros me lo aclaren, a las once, a esa hora hablaré con ellos.

 

–Llegamos al cambio de rasante de la calle Elm a las cinco y diez de la mañana.

Recita el patrullero Lee Sweitz después de consultar el cuaderno de notas que ha sacado de uno de los bolsillos de su camisa. El suceso pasó hace más de tres meses, si todavía lleva el mismo cuaderno desde entonces, en Davenport no deben pasar demasiadas cosas dignas de anotarse, eso o en mi honor lo ha recuperado de donde sea que guarde sus cuadernos. Su compañero también se llama Lee, pero de apellido Halifax, se ha disculpado por mascar chicle sin parar, aunque no ha dado una razón para hacerlo. Él, como no lleva libreta de notas, es más entretenido de escuchar.

–Lo vimos de lejos, en medio de la carretera y nos acercamos muy despacio.

–¿Despacio? ¿Por qué?

–Es el protocolo.

–¿Protocolo?

–Ancianos, gestantes, minusválidos,…

–Majaras.

–Primero observar, luego hacer.

–¿Qué paso?

–En principio nada, él continuó en medio de la carretera.

–Hizo el gesto de apartarse, pero luego allí se quedó.

–Nosotros le observamos y él nos observaba, iba vestido… raro.

–¿Qué quiere decir con raro?

–Sus ropas…

–Llevaba una chaqueta azul celeste con bordados de un azul más claro en las solapas.

–Y un sombrero con una banda dorada. Parecía ropa de precio, aunque eran cosas que nadie de por aquí se hubiese puesto nunca.

–Pero todo muy nuevo y brillante.

–Menos las botas.

–Botas de cowboy destrozadas.

–Una estaba destrozada, la suela suelta y luego recosida en forma muy…

–¿Burda?

–Provisional, o no.

–Lo vimos confuso.

–Hablaba de Rusia.

–De Rusia no, de la URSS.

–Así que le invitamos a subir al coche e ir a tomar un café.

–No pensé que funcionaría, pero lo hizo, aceptó. Lo llevamos a comisaría y continuamos la patrulla.

 

Tom Lark es una decepción, una lástima, un muchacho perdido, un vago y un maleante. Todo el mundo conoce a Tom Lark, su padre es un pez gordo y que el muchacho le haya salido rana parece que es algo que satisface a los de por aquí. La chica que trabaja con él en el drugstore me mira de arriba abajo dos veces cuando pregunto por él y al final con un gesto me envía a la trasera del local, donde lo encuentro lavando con una manguera los cubos de basura; observa con extrañeza el billete que le ofrezco a cambio de sus confidencias y después de metérselo en el bolsillo de la camisa comienza a hablar por los codos.

–¡Los Lee! Encendieron todas las luminarias antes de salir del auto y darle los buenos días, con ese tono que gastan los polis.

–¿Qué tono quiere decir?

–De cansancio, de estar de vuelta, ya me entiende. Un tono que dice que en realidad no tienen buenos deseos para ti ni les interesa tu respuesta.

–¿Desde el asiento trasero del auto pudo escuchar todo eso?

–Sí, la ventanilla estaba abierta, yo estaba esposado al quitamiedos y no podía evitar escucharlos.

–¿Es normal llevar a los detenidos con las ventanas abiertas en los coche patrulla del condado?

–Los Lee andaban preocupados con que vomitara dentro del coche patrulla, les dije que no lo haría, pero fue como hablar con la pared, me amenazaron con todos los males del mundo si lo hacía y luego me dejaron allí esposado esperando que me acordara de vomitar por la ventanilla.

–¿Y por eso es que escuchó la conversación?

–Sí y no, presté la menor atención posible, no me hacía falta. En cuanto el viejo les contestó que no veía porque debería serlo, de buen día, pensé que ya la tendríamos liada. No, no fue una buena respuesta. El Lee grande dejó de intentar parecer educado y le preguntó que hacía allí. El viejo contestó que aquello era América, que ese era su país y podía estar en ese punto o en cualquier otro de los estados de la unión que le apeteciera.

“Luego les preguntó si es que eran comunistas, pero no esperó respuesta, comenzó a explicar que él lo había sido diez minutos, en cierta ocasión, por una chica, me hizo gracia la cosa, por eso me acuerdo. El Lee pequeño le interrumpió y le pidió una identificación y el viejo le preguntó que para qué la quería, que si estaba persiguiendo a algún criminal de ochenta y muchos años, que si no lo estaba haciendo no tenía ningún derecho a pedirle que se identificara. Fue entonces cuando el Lee grande se cansó de escucharlo, lo pilló del cuello de la chaqueta y sin más lo metió en el coche.

–¿Violentamente?

–Sí y no, en realidad no necesitaba mucha violencia. El viejo ese parece pesar cincuenta kilos y entre los dos Lee deben pasar de los doscientos. Nada, que lo sentaron en el asiento trasero, junto a mí y lo esposaron al otro quitamiedos. El viejo se quedó mirando las esposas hasta que se le iluminó el rostro, en serio: parecía jodidamente contento, los ojos le brillaban. Así tiramos hasta la comisaría, donde el sargento de guardia nos estiró las orejas.

–¿A quién?

–A todos, Lewotniz está cabreado con todo el mundo y no se corta de demostrarlo. A mí me la lio con lo del gran futuro que estoy desperdiciando, por mi mala cabeza y por la bebida, lo que me jodió lo más, sobre todo porque los Lee me metieron en su carroza antes siquiera de que comenzara a beber, antes de pensar siquiera en beber. Después empezó a alisar al viejo, pero de golpe cambió de opinión y pareció olvidarlo. ¿Quiere que le dé mi opinión? Lewotniz lo reconoció, se dijo que aquello podía complicarse, miró el reloj, vio que su turno acababa y por eso prefirió dedicarse a abroncar a los Lee hasta que fue la hora y pudo pirarse, en vez de ficharnos y darnos entrada.

–¿Sobre qué o con qué abroncaba el sargento de guardia a los patrulleros?

–Con lo del viejo, claro, con el motivo por el que estaba allí. Uno de los Lee dijo que por listo, pero Lewotnitz lo fulminó con la mirada y el otro comenzó con que era un viejo confuso y solo en medio de la carretera, que si le parecía más correcto haberlo dejado allá donde lo encontraron. Lewotnitz le preguntó al viejo si estaba confuso, él contestó que desde que nació, después le preguntó cuántos años tenía, cuál era el día de su cumpleaños y quién era el presidente. El viejo le contestó a todo, aunque ya entonces a mí me parecía más interesado por el ambiente general que por lo que le preguntaba. Total, al cabo de unos minutos nos sentaron a los dos en un banco mientras Lewotniz y los Lee discutían sobre si lo podían retener, detener o debían llamar a servicios sociales. Aunque sí, sí, no sé si es por contarlo tantas veces, pero ahora tengo claro que el Sargento hacía tiempo para acabar el turno y dejarle el paquete a quien entrará.

–¿En ningún momento le pidieron la documentación, lo registraron?

–No, le consideraron un chalado en cuanto lo vieron, no le dieron tratamiento de persona, solo era una molestia con la que lidiar. Así somos todos los que a esas horas por una o por otra vamos a parar a la oficina del Sheriff. Quizás para Lewotniz fuera algo más, puede que parte de una broma fabulosa.

 

Intento hablar por teléfono con el sargento Lewotniz, no consigo cruzar dos palabras, me pide que le olvide y después me cuelga. Me acerco andando hasta su casa, más que nada porque me pilla de camino. La rodea una valla metálica muy alta, desde detrás de ella, tumbados frente al garaje dos perros muy grandes parecen dormir. Pico al timbre y espero, uno de los perros abre un ojo y se me queda mirando, rehúyo su mirada, es por eso que me fijo en que la puerta del garaje no está cerrada del todo y deja ver que hay un coche en el interior. Me convenzo de que hay alguien en casa, alguien que me observa, puede que desde detrás de las cortinas. Inconscientemente apoyo la mano en la puerta de la verja y esta cede con un clic, parece una señal, los perros se levantan bostezando, dejando ver que tienen muchos, muchos dientes. Me dan miedos los perros, me mordió una pomerania celosa de muy chica y se me ha quedado el respeto por ellos sean del tamaño que sean. Estiro del pomo, cierro la puerta y me voy. Los perros parecen decepcionados. Una broma fabulosa.

 

 El Sargento Robert Frost tiene nombre de poeta y parece mirar la vida como si fuera un chiste que no acaba de entender. No le importa hablar conmigo, ni con nadie, nuestra conversación en el diner es interrumpida una docena de veces por la gente que entra y sale, todos parecen tener unas palabras pendientes con él.

–¿A qué hora entró usted de servicio?

–A las cinco treinta y cinco de la mañana, en punto.

–¿Y para entonces ya estaba el detenido?

–No, no lo estaba, nunca llegó a estarlo, en aquel momento estaba pendiente de identificar.

–¿Esposado en un banco?

–Exactamente.

–¿No es exagerado?

–Es el protocolo. En su país cuando usted entra en un hospital ¿no le ponen una vía por si acaso? En mi comisaría, quien cruza el puente o es poli o está esposado.

–¿El puente?

–Es como llamamos a la puerta que separa la zona pública y la de servicio.

–Entonces, ¿cuándo usted llegó él ya había cruzado el puente?

–Sí.

–¿Estaba en la zona de servicio, pero nadie tenía nada contra él?

–No teníamos nada contra él, nunca lo tuvimos. Nadie tuvo nada contra él nunca. Escuche, los policías son seres humanos, cada uno tiene su carácter, su forma de actuar. Nos podemos sentir cercanos a esta forma de unos y lejanos de la de otros, eso es normal. Usted puede creer que nos propasamos, o que no fuimos lo bastante amables o que negligimos de nuestras tareas, pero yo le aseguro que no fue así.

–No le identificaron.

–La patrulla tuvo bastante con la hora y su aspecto para pensar que no era buena idea dejar a un hombre de su edad solo en la calle. Después se encadenaron diversas circunstancias, el cambio de turno, el accidente del camión de leche, por eso pasó tres horas en aquel banco. Pero tenga en cuenta que él nunca dijo nada, no sacó la billetera y mostró el carnet de conducir, no pidió que llamaran a un bufete de Manhattan o Beverly Hills, él solo se quedó allí, hablando para sí y observándonos. Tiene una mirada penetrante, molesta, hicimos por ignorarle, esperando que a las ocho por fin alguien en servicios sociales cogiera el teléfono y enviara a alguien.

 

–El banco de la comisaría es duro, muy duro, cuando lleva un rato comienzas a darte cuenta, al cabo de un par de horas notas el culo cuadrado y confesarías cualquier cosa con tal de que te dejaran levantar.

–¿Cuánto tiempo estuvieron allí sentados?

¡Ay, hermana!, que de cierto me parecieron mil años, pero debieron ser cuatro o cinco horas, hasta que el mundo se puso en marcha y la policía pudo deshacerse de nosotros.

–¿Cinco horas sentados en un banco?

–O cuatro, una vez fuimos al lavabo. El viejo tardó un cuarto de hora en mear, se lo pasó hablando de una enfermedad de los murciélagos de Arkansas, pero para entonces yo necesitaba una copa no charla y no le presté atención.


Rosy Martinez lleva extensiones trenzadas con cintas de colores y una sonrisa perenne en la boca, se queja del mucho trabajo y el poco presupuesto durante un rato hasta que se encoje de hombros y se disculpa por parecer una llorica, después vamos a nuestro asunto.

–Lo reconocí en cuanto entré por la puerta. No, miento, dudé un segundo, pero sí, es la misma cara que hay en unos cuantos de los discos de mi padre. Para convencerme fui a pedir su ficha de entrada y el Sargento de guardia, Frost, dijo que no tenía, que lo había encontrado allí sentado cuando empezó su turno y que cruzaba los dedos para que alguien viniese a buscarlo, se hiciera cargo y librarse del papeleo.

–¿Es eso habitual?

–Según como, este es un municipio pequeño, muchas cosas sencillas se intentan arreglar bajo la mesa, si esto es posible. Me acerqué a él y me presenté, no me pareció que estuviese ido, ni nada por el estilo, solo cansado. Bueno, lo cierto es que me planté ante él y le dije, buenos días, soy Rosy Martínez, él me preguntó si acabado en zeta o en ese y después intentó levantarse del banco, aunque a mitad del gesto recordó que estaba esposado a él y renunció a hacerlo, solo sonrió y me contestó: Buenos días, soy Robert Zimmerman, ¿podría conseguir que me devuelvan mi sombrero? La luz de los fluorescentes me da dolor de cabeza. Le dije que miraría, aunque todo era muy lento, por el papeleo y esas cosas.

 

–Entonces él le preguntó si ella era su abogado y ella contestó que no, claro, Rosy está en servicios sociales, todo el mundo la conoce, también le dijo que no lo necesitaba que no estaba detenido, pero él gruñó y agitó la muñeca en que llevaba las esposas. Rosy dijo que miraría de arreglar esto, pero primero tenía que hacerle unas preguntas y vaya si se las hizo.

–¿Qué preguntas fueron estas?

–Que quién era, de donde venía y hacia donde iba. Él volvió a gruñir y repitió su nombre antes de decir que a nadie le importaba ni de donde ni hacia donde iba, que aquello era América y que ya se había cansado de esperar allí sentado que pasara algo que fuera interesante, que le soltaran ya o que le detuvieran y le dejaran hacer una llamada.

 

–No fue grosero, quizás brusco, el tono de un hombre que está acostumbrado a salirse con la suya. Volví a hablar con el Sargento de guardia, le pregunté si le iban a detener y por qué, él contestó que si me hacía cargo de él me lo podía llevar, yo contesté que no me iba a hacer cargo, porque me parecía un adulto autosuficiente. El Sargento pareció pensárselo un segundo y luego le dio un grito a uno de los policías que corrían por ahí y este le quitó las esposas. Cuando se levantó le preguntó al vacío si no le iban a dejar hacer su llamada y el Sargento le contestó sin mirarlo que no tenía derecho a ella, que era un hombre libre, esto le cabreó de lo más, pero se encogió de hombros y me preguntó si podía dejarle veinticinco centavos para hacer una llamada. Se los dejé y se quedó contemplando la moneda un segundo antes de preguntarme cómo diablos se llamaba aquel pueblo, Varexton le dije. A él se le iluminó la cara como un chiquillo, paladeó el nombre un par de veces antes de volverle a informar al vacío: Conseguí llegar, conseguí llegar.


–Nos soltaron a los dos más o menos al mismo tiempo, a él primero que a mí. Cuando salí por la puerta la mañana ya estaba clara y de golpe me dio el bajón, no sabía a donde ir, a hacer qué, no entraba de turno hasta las cuatro de la tarde y para cuando llegara allí todos sabrían qué había pasado la noche en el calabozo. Si mi padre no fuera el propietario ya estaría en la calle, aunque a lo mejor si mi padre no fuera el mandamás que es aquí igual podría darme una vuelta el sábado por la noche sin que las patrullas se me tiraran encima creyendo que me hacen un favor.

“Salí de la oficina del Sheriff y el sol me dio en la cara y me encontré perdido, así que me senté en el banco de la parada del bus y me puse a contar los minutos, hasta que el poeta se sentó a mi lado sin decir nada y allí nos quedamos un rato, llevábamos tantas horas sentados el uno al lado del otro sin decir nada que me sentí cómodo y me pareció de lo más normal quedarnos allí en silencio, sin hablar, solo dejando pasar el tiempo. Hasta que él me preguntó si había algún sitio cerca donde comer unas tortitas como Dios manda, yo le dije que sí, en Freddy’s un poco más abajo hacia el centro y él dijo: vamos a desayunar, y a mí me pareció buena idea y para allí que fuimos.


–Los vi entrar por la puerta, a Tom y a Bob, tenían una pinta penosa, no me extrañó, me parecían la compañía adecuada el uno para el otro. Se sentaron en aquella mesa, la del final y le pidieron a Mimi tortitas. Mimi tiene muy mala leche y antes de servirles les preguntó si tenían dinero. Se rascaron los bolsillos y dejaron billetes sobre la mesa, Tom dejó uno de veinte y Bob uno de cien.

–No tengo mala leche, ¡joder!, tú eres el jodido dueño, si quieres darle crédito al hijo de Lark se lo das, pero yo no puedo hacerlo.

–Sí, Mimi, tienes razón, siempre la tienes.

–Lo sé.


–Tenía hambre, teníamos hambre, comimos tortitas y bebimos café, descafeinado. Cuando me comía el último bocado me preguntó por qué estaba la gente tan decepcionada conmigo y yo le expliqué lo del accidente y como mi cabeza después había comenzado a funcionar diferente y me sentí tan perdido que comencé a darle de más al codo y que la gente había decidido que la bebida había cambiado mis pensamientos y que nadie quería creer que estos cambiaron antes que la botella entrara en escena.

“Entonces callé y pensé que él comenzaría a explicarme como me debía sentir y lo que debía hacer, porque es lo que hace casi todo el mundo, pero él solo pidió más café y comenzó a hablar de una película que vio hace mucho tiempo en que dos motoristas recorren el país y se encuentran con una estrella del futbol lesionada que se está ahogando en la botella y se lo llevan con él y que el actor que hace el papel se llama Jack no sé qué y… de más cosas que no me parecían que casasen las unas con las otras o sí, pero en una forma… ¿poética? Sí, eso, poética. Es lo que es él, ¿no?, un poeta. Pues habló y yo solo entendía la música de sus palabras, hasta que soltó que uno debería intentar no transformarse en un personaje, ni el que uno pensara haber dibujado para sí mismo, ni el que los demás esperaran de él. Me gustó como sonaba, aunque no lo acababa de entender, creo que por eso iba a decirle que… es igual Freddy apareció con la portada de uno de los singles de la gramola y todo untuoso le preguntó si podría darle un autógrafo. Él lo miró como si le hubiese pedido, no sé, sexo o un millón de dólares, pero dio un gruñido y estampó su firma allí. Mientras lo hacía la máquina de discos comenzó a escupir una canción, la historia de un boxeador a la que la pasma le encaloma un paquete porque sí y a toda la gente que había en Freddy’s se le puso cara de arrobo, como de estar en la iglesia y Bob se levantó, se llevó la mano al sombrero como saludo a todos, me dio un golpecito en el hombro y salió por la puerta, donde, del tirón, se subió a un monovolumen negro que podría haber caído del cielo justo en aquel momento.


–Me dejó ochenta pavos de propina, siempre pensé que las estrellas se comportaban exactamente así. No me decepcionó.


Vuelvo al cambio de rasante de la calle Elm, me planto allí, mis pies en la línea de pintura que divide los carriles, miro adelante y atrás, atrás y adelante. No por primera vez siento que el sitio tiene una aire de frontera, la que separa la América todavía en ebullición de la que está a la distancia del pago de una cuota de la VISA del desastre. Llegué, conseguí llegar. No creo que se refiriera a este punto en el espacio, puede que a uno en el tiempo. O no.


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