Las bromas de Mister Georgenson
Trama lateral no incluida en la novela inédita del autor Vendedores de humo, cuyo tema principal parece ser molestar a jueces y abogados, además de enaltecer a quienes consideran las señales de límite de velocidad meras sugerencias.
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Harry Georgenson |
Las bromas de Mister Georgenson
Un reportaje de Sol Colmenares
—Tengo un encargo para ti.
Dice Gustavo, lleva el jersey ese viejo de excursionista que desde que decretó las restricciones de calefacción en la redacción es su imagen personal. Lucha con la cremallera durante medio minuto hasta que consigue hacerla deslizar, pone cara de estar muy satisfecho y pasa a dedicarle toda su atención.
—¿Has oído hablar de la última película de nuestro excelso gran director cinematográfico?
—Todo el mundo lo ha hecho.
—¿Sí? Y ¿qué has oído?
—Que es un drama, como siempre; de gente que se roba canciones unos a otros, toman demasiadas drogas, pierden la voz y acaba, lo dicho, en forma dramática, como todas las suyas. Un melodrama, vamos.
—También dicen que lo de basada en hechos reales en este caso es casi cierto, que gran parte de la trama bebe directamente de los problemillas de Georgenson, de Harry Georgenson con los derechos de autor. ¿Te gusta Georgenson?
—No sabría decirte, es de mucho antes de mi época. Desde luego tiene unas cuantas canciones de esas que puedes llamar inmortales, lo que es mucho más de lo que se puede decir de otros artistas.
—¿Entonces?
—Sí, lo acepto, me gusta Georgenson.
—¿Por qué? ¿Cómo es su música? ¡Improvisa!
—¿Suave, dulce y a la vez amarga?, ¿como un té caliente, sin azúcar?
—Más bien tibio.
—A ti no te va.
—Eso es indiferente. Vamos al lío, la distribuidora puede acabar siendo uno de nuestros anunciantes. Necesitamos un artículo, hemos de caldear el ambiente para el estreno, abrirle camino a la producción. Ocho mil palabras.
—Ocho mil. Tomo nota, ¿qué más?
—No queremos refritos, nada de sus primeros tiempos con el súper-súper-súper grupo. Nada de cuando su mujer se fue con su mejor amigo, nada de… nada. ¡Quiero, queremos algo nuevo!
Sol sabe que es inútil comentarle a Editor, que dado que ella no sabe nada sobre el músico, un músico que debe llevar diez o doce años muerto, no puede distinguir la originalidad en el material que maneje; a Editor nunca le han detenido minucias lógicas como esa, por lo que ella simula anotar algo en su libretita y ya se levanta dispuesta a irse. Editor, en silencio, lo que es una novedad, con un gesto la detiene y hacer un par de muecas que pueden pasar por intentos frustrados de comenzar a explicar algo hasta que lo consigue.
—Sé que tu marido está en problemas.
—Mi ex-marido, y me parece que siempre se ha defendido bien, en mi opinión el problema más grande siempre ha sido él.
—Se había tranquilizado, después de… aquello. Ya sabes, había dado un paso atrás.
—Lo sé, también sé que conoció a alguien que sin duda tiene más paciencia que yo. Y me alegré. Gustavo, ¿por qué estamos hablando de Pol?
—Tiene un tipo muy malo detrás de él. Un tipo que juega sucio y…
Gustavo calla, parece pesarla con la mirada. Nunca lo habría dicho, pero callado su editor le agobia más que cuando no para de parlotear.
—¿Y qué?
Pregunta, aunque no le gusta el sesgo que está tomando la conversación. Gustavo le dedica una mirada más larga que la que le dedicó la hermana Vilajoana la vez que la envió al despacho de la madre superiora. Al final se decide a hablar.
—Este semanario puede que tenga que tomar partido.
—No somos un semanario y además ¿no tomaremos partido por la información, por la noticia?
—Sea cual sea, lo malo es que… Sol, lo cierto es que estamos demasiado cerca de las partes, cuando comiencen a atizarse en serio, igual nos llevamos una buena.
Sol, mira a Gustavo, no le es difícil imaginarse las circunstancias que puedan hacerle a él y a Magazine Digital próximo a Pol: dinero. Puede que con su adversario, ese tipo que juega sucio, sea la misma razón. ¿Llevarnos una buena?, qué quiere decir con eso.
—¿Qué crees que puede pasar?
—Ni idea, aquel es un tipejo creativo, y poderoso. Y Pol es Pol.
Gustavo le parece sinceramente preocupado, aunque Gustavo puede parecer estar de cualquier estado de ánimo, en cualquier momento. Pol, ¿qué demonios ha hecho? Es la pregunta que flota en su cabeza. Una cosa muy madura, considerarle culpable, de lo que sea, sin ni siquiera saber el qué, se riñe a sí misma.
—¿Qué demonios es lo que ha hecho Pol?
Pregunta, sobre todo porque el tamaño del pipote que haya montado será una buena indicación de la marejada que se espera en la costa, que diría su madre, que siempre ha sido muy marinera. Gustavo parece pensarlo por un momento y luego desechar como fatuo lo que le llega a la mente antes de contestar.
—Nada, específico, que yo sepa, solo que, bueno, quizás todos nos despertamos un día y descubrimos que no somos el único tiburón en la pecera y… ¡Mierda, ya es bastante! Ya he dicho todo lo que podía decir, que es lo que sé. Sal ahí fuera a hacer tu trabajo, y no aceptes manzanas de desconocidos.
Aparicio Marchenilla es el guitarra solista de Los Four, que según su publicidad son el mejor grupo de tributo a esta orilla del Llobregat de aquellos míticos tipos de Liverpool. Como su puesto en él es cubrir la plaza de Mister Georgenson no sé de dónde he sacado la idea de que será buena manera de conocer mejor a su alter ego hablar con él. Como Aparicio, además de héroe de la guitarra, es conductor de autobús le espero al pie de la parada del Catorce, durante su descanso espero podamos hablar sobre el divo.
—No sé qué le podría contarle, no soy muy mitómano, nunca tuve mucho interés en él como persona, como guitarrista... eso es otra cosa. Empecé copiando sus solos, son muy austeros, no sobra ni falta una nota. Hace cuarenta años que conduzco estos trastos—dice con una mueca señalando al autobús que ahora mismo me parece un gran perro rojo dormido — pero llevo más tiempo con, con…
Y seguidamente se pone a silbar algo que me suena conocido, una melodía que enlaza suavemente con otra. Nunca he oído a nadie silbar igual. Es como si tuviese una flauta, una ocarina, entre los dientes, un trino muy musical que me recuerda a una juventud que seguro que no es la mía, pero estoy dispuesta a adoptar. Tengo una sonrisa de oreja a oreja, descubro que para alegrarme solo necesito que un conductor de autobús me silbe melodías. Él extingue la nota final y yo remedo un aplauso, es lo mínimo que se merece su actuación. Él sonríe y separa los brazos mostrando las palmas.
—¿Como no puede entrevistar a Georgenson me entrevista a mí?
—No, solo que…
—A él creo que le hubiera encantado, le iba el humor negro, era inglés.
—¿En serio?, no conocía esta faceta.
—¿No? Sí produjo una película de sus cómicos favoritos. Una película tan graciosa que en Noruega la prohibieron. Esa era la propaganda sueca, son jodidos los suecos. ¿No sabía lo de la película? Lo sabe todo el mundo, la leyenda es que puso como garantía su casa en algún crédito puente. La gente alucinaba con que fuera capaz de arriesgar su patrimonio en una empresa tan absurda, pero claro no era la más absurda en las que se había metido. Al menos esta vez los actores eran tipos que sabían actuar. Y tenían un guion y casi todos los chistes escritos, no como él y sus compis en las anteriores en que se había liado. Georgenson era un guasón, es de dominio público, bueno más o menos, el rollo del misticismo siempre cubrió el resto de su personalidad. Me parece que sé más de lo que era consciente de él. ¡Y que usted no sabe nada de él en absoluto!
—En realidad no, solo que… algunas de sus canciones durarán para siempre. Mire, creo que mi editor me ha enviado a hacer esta tarea precisamente por eso, porque quería alguien para quien el personaje le fuera desconocido.
—Su editor es retorcido.
—No lo sabe bien.
—Le daré una dirección, la de Franklin, pruebe a escribirle, él lo sabe todo sobre Georgenson.
Aquella noche, sobre las ocho, un mensajero llama a la puerta de Sol y le entrega un billete para Londres, solo de ida, para el día siguiente a las siete de la mañana y una reserva de Booking en un Bed and Breakfast en Esher, que no tiene ni idea dónde es, por lo que tiene que mirarlo. Es un pueblo de postal a poco más de 30 km de la capital británica. ¿Qué ha pasado?, ¿qué hay allí para que quieran facturarla de súbito sin avisar? Usa el teléfono para preguntar, pero Editor, Gustavo, comunica. No tiene paciencia e intenta averiguarlo por su cuenta, pero no hay noticias de Esher en la red, no han aterrizado los marcianos, no ha explotado nada. Vuelve a marcar el número, pero continúa comunicando, se dedica a buscar la manera de llegar hasta allí desde el aeropuerto, hay un tren que sale de Waterloo, significa que no es muy difícil hacerlo, está apuntándose los horarios cuando suena su teléfono, es Gustavo.
—¿Tienes las reservas?
—Las tengo, ¿por qué tengo que ir allí?
—¿Por qué? ¡Esher es el lugar donde residió Georgenson hasta el día de su muerte!
Sol se siente pillada en falta, ella debería haber sabido el lugar en la historia que ocupa la localidad, pero es que ni siquiera ha acabado de documentarse. Hacerlo en el caso de Georgenson es un problema por exceso, hay millones de fuentes en internet para consultar. Incluido puede que un millar de videos, pero precisamente por eso, ¿para qué ir hasta allá?
—Murió hace ¿diez, quince años?, ¿qué debo hacer, buscar a sus familiares y entrevistarlos?
—Buena idea, y sobre todo ambientarte.
—¿Ambientarme? ¿Qué quieres decir?
—Impregnarte del color local.
—¿Te has vuelto loco?
—¿Por qué te lo parece?
—Gustavo, una vez me enviaste a Nueva York a una entrevista y solo estuve once horas. Si tuve un hotel donde quitarme los zapatos es porque me lo pagué yo misma y ¿ahora me envías a un pueblo en medio de Surrey con hotel y sin billete de vuelta a que me ambiente?
—Ya conocías NY, no necesitabas ambientarte.
—También conozco Inglaterra.
—Inglaterra nunca llegas a conocerla, menos el Surrey profundo y sus simpáticas gentes.
—¿Por qué tengo la sensación de que me estás tangando?
—Imaginaciones, llámame en cuanto llegues, a Londres.
Como le cuelga Sol no tiene oportunidad de insistirle sobre su billete de vuelta. Se mira en el espejo, tiene una expresión extraña, su mano está crispada en el aparato. Tengo la cara de una chica asustada, se dice, una chica que están quitando de en medio por algún motivo que se le escapa. Eso es mentira, Sol, sabes perfectamente el motivo: Pol está en líos, tan grandes que piensa que pueden llegar a afectar a su círculo. A su círculo exterior, porque ella ya está muy lejos de su órbita. Bien ya lo ha dicho, bueno pensado. Había estado evitando ponerlo en palabras, haciendo el avestruz. Pol, Pol, el nombre rebota dentro de su cabeza hasta que ella lo detiene y lo deja en el rincón donde le corresponde. Vuelve a mirarse en el espejo, respira hondo, aprueba su aspecto, por los pelos, pero lo aprueba. Alguien me debe una explicación, se dice, está a punto de marcar el número de Pol, pero se interrumpe. No quiere hablar con él, por si se abren viejas heridas o se hace de nuevas. Todo a su tiempo, ese es mi lema, o debería serlo. ¿Qué hace ahora?
Trabajar, en este caso darse una vuelta hasta Inglaterra. Conoció a un muchacho, a un hombre, que decía que de este oficio solo sacarías lo que pudieras robar del minibar del hotel, por lo que no se debía perder la oportunidad cuando te la ponían en bandeja. Cree que aunque a sus oídos aquello sonaba gracioso lo decía en serio. Todo en él era así. Cínico, cansado. ¿Era lo que le gustaba y lo que le repelía de él? ¿Dónde andará ahora? Decide que el chascarrillo del mueble bar es una gran verdad o una de pequeña, pero que no le importa el tamaño. Se pone con el equipaje, ¿qué tiempo hace en Surrey?
Sol lee recortes en el vuelo camino a la Pérfida Albión. Ha hecho una gran criba de los disponibles atendiendo a criterios difíciles de justificar, pero aun y así tiene mucho material, Georgenson durante seis o siete años fue, a cierto nivel, una de las personas más importantes del mundo. La gente le escuchaba, aunque casi todo lo que decía era que estaba bastante confuso y que no entendía como era que toda esa gente se acercaba a él pidiéndole no sabía exactamente qué. ¿Confirmar que él y ellos existían? ¿Conformar un nosotros imposible? Sol subraya los acontecimientos que podrían pasar como más importantes en la historia de Georgenson buscando algo original, algo diferente, cuando ni siquiera sabe qué puede ser considerado normal en su vida, en su carrera. Sol elimina toda referencia a discos, canciones, fracasos y triunfos musicales, participación en películas, todo lo que debería ser considerado su oficio, su día a día. Después elimina las celebraciones privadas, las bodas, bautizos y comuniones. Los divorcios y las separaciones. ¿Qué queda? Un intento de asesinato. Un juicio por plagio: el caso Mi dulce señor. ¿Es material para hincarle el diente? Para Rolling Stone, la revista, en su época fue suficiente.
Llama a Gustavo ya en el tren, todavía parado en Waterloo Station, ¿no fueron esas sus instrucciones?, le coge el teléfono al segundo timbrazo, parece que por una vez ha leído casi entero el mensaje que le envió antes y tiene hecha una opinión.
—Como tema me encantan, los tres. El intento de asesinato, ¿cómo fue?, ¿a quién intentó matar?
—Él no intentó matar a nadie. Un desequilibrado se coló por una ventana mal cerrada, llegó hasta su dormitorio armado con un cuchillo. Recibió cuarenta puñaladas, aunque creo que esto puede ser un error de traducción y los papeles que tengo se refieran a cortes, de pequeños y grandes. Tal como lo cuentan se salvó porque su mujer se incorporó a la pelea armada con una mesita de noche y le puso fin.
—¡Qué mujer! Vale, suena bien. Mira de sacarle un poco de punta, igual que a lo del plagio y lo de los chistes malos. ¿Qué tiempo hace?
—No para de llover, la gente está preocupada por que el río se salga del cauce.
—Inglaterra se hunde bajo el agua. El rio reclama lo que siempre fue suyo. Si ves que se transforma de incomodidad en noticia persíguela. Adiós.
Franklin Jospin es el delegado del club de fanes de Tyron Boxley en Gran Bretaña. Este club es la continuación de una pequeña broma que comenzó en 1972 cuando Mr. Georgenson en su tercer larga duración en solitario incluyó en la contraportada unas líneas de dedicatoria a Tyron, en agradecimiento a “tantos buenos beats dados a nuestros oídos”. Lo cierto es que aunque Boxley no existe ha acabado teniendo un club de fanes, que en realidad está más próximo a idolatrar a Georgenson que a Tyron “descubridor de ritmos”.
Hablé con Franklin la semana pasada, le dije que estaba escribiendo la crónica definitiva sobre el caso Mi dulce señor. No pareció muy entusiasmado, me hizo notar que Mr. Georgenson había publicado unas cuantas docenas de sus canciones durante su vida pública y muchísimas más que no vieron la luz y que centrarse en el “diminuto escándalo” de esta era hacerle un flaco favor a la historia. Le contesté que no era mi intención centrarme en este episodio, que solo era uno más de los que me ocupaba y que todos ellos, si quisiéramos agruparlos bajo una misma etiqueta, podríamos llamarlos: “Las bromas de Mister Georgenson”. La verdad es que se me acababa de ocurrir y ya estaba dispuesta a matizar mi declaración, pero la frase había tenido el efecto mágico de que Franklin se echara a reír y me asegurase que Mr. Georgenson, desde luego, era un bromista cruel y ácido en la intimidad. También pareció interesado en qué enfoque podía asemejar un caso de plagio —juzgado y condenado a favor de los demandantes— a una broma. Yo le dije que todavía era pronto para decirlo, pero que si lo conseguía le daría la primicia hasta antes de la publicación. Nuestra conversación se desvió hacia el hecho de que estaría ambientándome en Esher, cortesía de mi editor, por estas fechas. Cuando lo supo se mostró encantado en darme algunas indicaciones dignas de un cicerone y me deseó suerte antes de colgar el teléfono. Es gracias a él que he llegado a Toby Perkins, que frente a mí se toma su tiempo antes de dar una respuesta a la pregunta: ¿era un bromista Mr. Georgenson?
—No o sí, sí. A veces, más que bromista, era cruel. Pero no era el rasgo más determinante en su carácter. Yo creo que ante todo Mr. Georgenson era reservado, por eso si no lo conocías mucha gente se quedaba patidifusa cuando al fin abría la boca. Creo que daba una imagen de cierta indiferencia a todo y todos, aunque no era así, tenía fuertes opiniones sobre casi todo, cuando más opuestas a la común más fuertes.
“En los jardines nunca nos levantaba la voz, solo gruñía un poco. Allí la muestra más evidente de su temperamento es que si lo que estábamos haciendo se alejaba de la visión que tenía en la mente nos mandaba parar, tenía una especie de berrinche interior y teníamos que volver a empezar, deshacer lo hecho, y volver a comenzar, desde el principio. No valían medias tintas. ¿Sabe qué le digo?, que era su jardín, allí mandaba él.
—¿Cómo acabó trabajando para él?
—Lo he contado muchas veces, sale hasta en el libro ese nuevo que ha salido. Entré en el pub y le pedí a Mary Dickson, entonces todavía vivía, si podía colgar un anuncio en el tablón. Eran unos cartelitos en que me ofrecía para hacer faenas, todos los chicos los hacíamos, a mano casi siempre, con bolígrafos de colores, para que fueran llamativos. Bueno, mientras yo lo colgaba y Mary Dickson me iba interrogando sobre mis tías, él salió del baño, se acabó de un trago lo que quedaba de su consumición y justo cuando se iba vio mi cartelito y se quedó un momento mirándolo, pensé que a lo mejor sería mi día de suerte. Lo fue.
—¿Usted sabía quién era?
—Lo sabía todo el pueblo, aunque, ya le digo, era muy reservado. Todo el mundo decía, no sé de dónde sacarían el conocimiento, que tres personas le parecían una multitud y que cada vez que alguien se le acercaba se asustaba, que en realidad no podía haber llevado bien la fama. Visto lo visto no andaban desencaminados los que decían eso. Una cosa curiosa: era fácil de ver, siempre andaba arriba y abajo envuelto en lana de colores, podías verlo desde la otra punta del pueblo. Supongo que a su mujer le debía gustar tejer o a él mismo, puede, le gustaba hacer cosas con las manos.
Alguien entra por la puerta y saluda a todo el mundo con voz de trueno, todo el mundo somos yo y Perkins que parece tener que tratar muchos asuntos pendientes con el recién llegado. Escribo un galimatías en mi libreta de notas —del cual solo entenderé después tres palabras: reservado, tenaz, miedo— y me despido, cuando salgo al exterior me quedo deslumbrada, dentro de El Elfo Rapaz había olvidado que era de día y que el sol parece haberle ganado la partida a las nubes por un rato.
Sol respira el aire cargado de ozono, la tormenta no se rinde, ha conseguido burlar los vientos que la empujaban hacia el mar y vuelve con ganas de revancha, así que acelera el paso hacia el centro de la villa, donde espera tener su próxima entrevista.
Los hermanos Bonnie y Clyde Bones —los nombre no son una broma o puede que sí, una de sus padres— regentan la ferretería de la carretera de Manor, la que tiene los carteles de liquidación por jubilación. Según entro por la puerta insisten en que acuda con ellos a la trasera donde Bonnie se queda plantada, soñadora, mordiéndose el nudillo del índice de la mano derecha, mientras Clyde abarca con sus largos brazos un rincón del almacén lleno de embalajes, tardo un segundo en comprender que lo que me está enseñando es la situación de su antiguo taller de luthería.
—Lo cerré hace ya quince años, tuve que hacer una elección, no podía continuar con el negocio y las guitarras, no tengo cuatro manos.
Me dice mientras me las enseña para que lo compruebe. Le pregunto por su relación con Georgenson.
—Fue hace mucho, mucho tiempo, no fue una colaboración continua —me explica Clyde— y desde luego él nunca me dijo que le acompañara a Londres o a las Barbados a poner micros. Solo que alguna vez llamaba, preguntaba si estaba libre y bueno, le echaba una mano en lo que estaba haciendo. Yo siempre decía que sí. Después Bonnie, que ya trabajaba en la tienda entonces, de cuando en cuando se unió al equipo.
—¿A qué se dedicaba en el equipo, Bonnie?
—Yo casi siempre que fui fue para echar una mano en el jardín, el guitarrero es Clyde.
Clyde asiente con gesto de orgullo antes de contestar.
—Yo ayudaba en el estudio. Tenía uno de profesional montado en casa, más que profesional: espacial. ¡Treinta y seis pistas!, en él remezcló muchos de sus discos en solitario. Pues allí estaba yo, cambiando cuerdas, dándole al botón de play, bebiendo cerveza casera, escuchando la radio, le gustaba escuchar la radio; tenía aparatos por toda, toda la casa, de antiguos y modernos.
—¿He oído por ahí que Mister Georgenson era un bromista?
—¿Qué entiende usted por bromista? Para él podía ser muy divertido burlarse de alguien, de todo el mundo si tenía la ocasión. Pero no creo que tuviera gracia, sus chistes, sus juegos de palabras, estaban muy cogidos por los pelos.
—Era un poco agresivo en el hablar con los desconocidos, como si marcara el terreno, —afirma Bonnie mientras asiente con la cabeza—, en muchas cosas todavía parecía un niño del Norte, el primer día de clase, buscando pelea porque estaba asustado.
—¿Eso no es una canción?
—Sí, señorita, ya lo creo que lo es.
Los dos hermanos se echan a reír, he debido decir algo gracioso, o tonto, o algo. No me he preparado bien la entrevista, me digo, rápido, chica pregunta algo, no quieres que decaiga la conversación.
—De lo que hizo con él, ¿algo le llena de orgullo?
—En realidad, no. Lo más importante en lo que le ayudé, mejor dicho, lo que tuvo más eco, o al menos saltó los muros de la propiedad, fue en arreglar las cintas de New Sounds, su disco de música electrónica. ¿Sabe qué era en realidad? La cara uno era la grabación de su toma de contacto con un sintetizador. Después de pelear un mes con él tenía una hora de sonidos envolventes. A lo bruto con tijeras y pegamento construimos un tema, veinticuatro minutos de un algo que se podía escuchar. Música ambient, antes de que hubiera ambient.
—¿Y la cara B?
—Era la cara A reproducida al revés. El disco se vendió, lo compró mucha gente, no tanto como sus discos que no eran avant garde, pero lo compraron, lo hizo para demostrar algo.
—¿Qué es lo que quería demostrar?
—Que estaba en una etapa en que creía que la gente tragaría con cualquier cosa que él facturase, pero le aseguro que esto no era porque creyese que en él había algo de especial, sino porque defendía que el público estaba atrapado en un remolino que no controlaban y si en el centro de esa perturbación en ese momento estaba él era por casualidad. Aquel disco era una broma, una broma amarga sobre él mismo, sobre todos nosotros.
—Creo entender que no se considera un fan suyo.
—¿Fan?, para nada, éramos conocidos. Quizás podríamos llegar a haber sido amigos, si él no hubiese sido tan famoso, hubiese tenido tanto dinero. Si en todos los proyectos, los juegos, las bromas en las que coincidimos no hubiera sido siempre tan evidente que las riendas las llevaba él. ¿No dicen que la cumbre es un sitio solitario?, tienen razón.
—¿Qué me puede decir del asunto Mi dulce señor?
—Eso sí que fue una broma, una que la gente no entendió y él no quiso explicar.
—¿Lo sabría hacer usted?
—La empezó el niño, su hijo, sin quererlo. La radio más grande de la casa, una de las de antes, enorme, con grandes sintonizadores concéntricos, estaba en la cocina, al chaval le gustaba buscar emisoras en ella, Canadá, Australia, los USA. Un día encontró una emisora evangélica, debió ser al final de las vacaciones, porque marchó al internado y la emisora allí se quedó sintonizada.
—Desayunábamos todos juntos, el lugar de reunión antes de salir a trabajar era la cocina trasera, donde la señora siempre tenía café, tortitas y plumcake para nosotros. Eran vegetarianos, ¿lo sabía? Nada de bacon con huevos. Pues eso, la cuadrilla llenándose la panza, la radio puesta, ya se lo he dicho: una radio enorme, de válvulas, antigua, todo lo que salía por su altavoz parecía llegar desde el pasado, desde treinta o cuarenta años atrás.
—Bebíamos café y Georgenson renegaba, casi siempre por la música evangélica, aunque nunca cambiaba la emisora. A todo lo que sonaba por el aparato le encontraba un parecido, o dos. El estribillo de esto con el puente de lo otro, decía. Bueno, era lo suyo, lo de la música, no se la podían dar.
—Las letras siempre estaban cambiadas, pero él consideraba que aquello era plagio, que aquella gente estaba robando el patrimonio de otros en nombre de un Dios que, para él, no estaba nada claro que existiera, en la forma que lo presentaban.
—Creo que en general les tenía una cierta manía a los cristianos, a todos en general, cuando hablaba de ellos usaba el tono que han usado siempre alguna gente de por aquí para referirse a los católicos, los llamaban papistas, ¿me entiende?
—Supongo que se le ocurrió, como manera de llamar la atención sobre la cuestión. Cogió una alabanza pegajosa de la radio, le cambió la letra y la editó. Nadie entendió el mensaje, la broma, quizás tendría que haber explicado más claramente sus intenciones, pero desde que empezó a tontear con los cuatro o cinco acordes que tiene, hasta que acabó convirtiéndose en single pasó demasiado tiempo y estoy seguro de que ya se había olvidado de su intención original.
—A veces parecía perder el interés por algo de un día para otro, él era consciente, le llamaba chocar con el límite de su estupidez. Creo que se refería a percibir que algo era más complicado de lo que había previsto al principio, tanto que era demasiado complicado o doloroso para continuar jugando con ello. Desde luego lo había olvidado para el día en que llegó la citación.
—Eran los abogados de una gran compañía de los USA, propietarios de unos cuantos cientos de canciones, éxitos de los cincuenta y primeros sesenta. Le acusaban de plagio, aseguraban que fuera de la letra su canción se parecía como un huevo a otro huevo a un tema de su catálogo.
—Uno que fue número uno en USA.
—Yo estaba delante, leyó el papel, miró a ninguna parte y en nada se puso a tatarear la canción. Me miró y dijo “es verdad”.
—Y luego continuó con lo que estaba haciendo.
—La compañía creía que podría llegar a un acuerdo con él, cobrar derechos o conseguir un compromiso de cantar algo de su catálogo en su próximo disco. Él no quería, estaba dispuesto a reconocer el plagio, pero no del tema en cuestión. Habló con su abogado, le explicó el caso y este le dijo que llegara a un acuerdo y que callara la boca, que su broma no iba a ser entendida por los defensores de los derechos de autor. Él se enfadó mucho. ¿Por qué le perseguían a él y a tantos grupos cristianos se le toleraba todo?
—No creo que fuera cierto, lo de la tolerancia, no todas las alabanzas son plagios. Solo era su visión, era un extremista, en estas cosas.
—No sé si le entiendo, ¿dice que el plagio un himno religioso, que otros anteriormente ya habían plagiado?
—Es lo que nunca se explicó delante del juez, aunque en realidad, la canción, la canción está construida sobre una de las recetas más fáciles para hacer canciones. ¿Sabe algo de armonía, señorita?
—Debería, pero al igual que el solfeo lo olvidé hace mucho.
—Vengo a decir que lo que él pretendía, la broma, era demostrar que los cristianos andaban plagiando a diestro y siniestro, hasta las melodías que un niño con alguna dote es capaz de sacarle a su xilófono. Bueno, ya sabe el resultado.
—Lo declararon algo a medio camino entre culpable e inocente, no sé si debió pagar algo, además de abogados.
—Abogados, por aquel tiempo también andaba cansado de los abogados. Un día me dijo que había tenido que aceptar que, en según qué círculos, era considerado un tonto una víctima fácil. Vamos, no solo él, también sus compis, sus ex-compis. Johnie también tuvo problemas, comenzó una canción con el mismo verso que su adorado Chuck, ¡un verso, un homenaje! y los abogados se le tiraron encima. Les consideraban vacas fáciles de ordeñar. En realidad, no ponían muchos problemas, solo querían que los dejaran tranquilos. No les gustaban los juicios.
—No creo que le gusten a nadie.
Gustavo no le dice ni hola, según descuelga le da la noticia con el tono que guarda para hacer declaraciones.
—Tú exmarido está en la cárcel.
Sol traga saliva, mientras se dice que es algo que no debería importarle, Pol es pasado. ¿En la cárcel? No debería sorprenderle, en los últimos tiempos, antes de su separación, de su divorcio, había perdido el control. ¿El control de qué?, de su ambición, de sus objetivos. Iba en bajada, se dejaba llevar.
—¿Qué ha hecho?
—Molestar a alguien.
—¿Por eso te meten en la cárcel?
—Sí, si el otro es juez.
Una vez le escuchó decir que la grandeza de un hombre se podía medir por el tamaño de sus enemigos. ¿Sí?, pues has llegado bien lejos, cariño, ¿te ha servido para algo? Eso solo él lo sabrá. Sol se cambia el teléfono de mano y pregunta:
—¿Está bien atendido?, ¿se ocupan de él?
—Sí, con las limitaciones que lleva su situación, pero sí. Puedo darle un recado si quieres.
—No, no quiero. Si necesitase, no sé, ¿ropa interior?, me ocuparía, pero dices que está atendido. ¿Aquella chica, continúa a su lado?
—Sí.
—Bien por ella. ¿Cómo te has enterado de todo?
—Sale en la prensa, además su abogado mantiene comunicación con la revista.
Sol calla, ¿debe decir algo más?, ¿está pareciendo insensible? No importa lo que parezca, Pol es pasado, Pol no está solo, Pol sabe defenderse. Suerte, Pol.
—Bien. ¿Has recibido mis ocho mil palabras?
—Las acabo de leer, es justo lo que queríamos, hacen a Georgenson más complicado, más poliédrico, está bien escrito, vamos a publicarlo, aunque no servirá para engatusar al anunciante.
—¿No?, y eso.
—La distribuidora de la película y el gran director, se han ofendido con nosotros, contigo. Parece que han dado un ojo a tus crónicas del festival de San Sebastián del año pasado, cuando presentó su último dramón. No debían haberlas leído hasta ahora, lo han hecho y han decidido que tenemos un gusto de mierda en lo referente al cine y han dejado de cogernos el teléfono.
—No me lo puedo creer.
—Créetelo. Me molestó, me pareció pueril, que lo es. Estuve a punto de tirar tu escrito a la papelera, pensando que no podemos permitir que nos escupan en la cara y reírles la gracia. ¿Entiendes?, darles promoción. Luego se me pasó el cabreo. De lo perdido saca lo que puedas, la publicidad va en dos direcciones, la revista habla sobre Georgenson y promociona la película, pero la revista también se aprovecha del tirón de la película, ¿no?
—Claro.
Los dos quedan en silencio, a través de la ventana Sol ve llover sobre el paisaje inglés.
—Hay un circuito de karts, aquí, en Esher, dicen que a Georgenson le gustaba mucho la velocidad, ¿crees que cuadran los motores de dos tiempos y las filosofías orientales?
—A él sí, ¿no? ¿Te ha llegado ya el billete de regreso?
—No sé, ahora lo miro.
—Llámame cuando aterrices. Nos vemos.
¿Qué hace aquí?, le pregunta Sol a la niebla que va borrando, despacio, sin pausa el exterior. Georgenson nació hace ochenta y dos años, ¡tal día como hoy!, un veinticinco de febrero. ¿Alguien lo recuerda además de directores de cine casi en la tercera edad faltos de ideas? No llega a ninguna conclusión, su mente navega en otra dirección, hacia que Pol está en la cárcel, Pol tiene problemas, ¿Pol es quien ha hecho que ella acabe aquí?, la ha quitado de en medio, por si acaso, ¿por si acaso qué?
Jodido Pol.
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