Despedida
Esta
otra noche me visitó un fantasma. Entiendo que pueda pareceros una
afirmación exagerada, que creáis más correcto decir que soñé con un
difunto. Sí, sé que lo aceptaríais mejor; pero yo sigo creyendo que me visitó un fantasma.Vacio-001
Estambul, él dice que es Estambul. Yo nunca he estado allí, cuando se planteó no pude ir, no tenía días libres, aunque la verdad tampoco me apetecía nada, no siento fascinación por el Oriente. Él sí que fue, se tomó mal que yo no fuera; infringí una norma de nuestra relación. Una norma relativa a los viajes. Se comportaba así a veces. Te hacía sentir que infringías normas que no sabías que existían.
La última vez que supe de él ya fue de manera indirecta, yo estaba de viaje por trabajo, al otro lado del charco y un conocido común —un capullo integral— me llamó para informarme de que estaba en las últimas. No entendí o no quise entender lo que me estaba diciendo y dije que en cuanto regresara iría a visitarlo, me aclaró que era inútil, que ya no estaba consciente y que nunca lo volvería a estar.
Sentado en una incomoda silla, durante una pesadilla de cancelaciones de vuelos, dolorosamente consciente de que ni siquiera iba a llegar a las exequias recordé la vez que se cayó de la bicicleta —frenó asustado al final de una interminable cuesta y salió proyectado por encima del manillar—, después mi agotador, larguísimo sprint, hasta el coche para regresar, recogerlo y llevarlo al hospital. Aquel día había mucha gente en urgencias. No parecía entender que toda aquella gente estuviese peor que él, que hubiese que guardar una cola. Realmente me avergonzó, todo quejas y lloriqueos por su pobre brazo roto. ¡Dios! Yo me lo he roto dos veces y nunca he montado semejante escándalo y eso que era un niño. Igual las fracturas duelen más de adulto. No entiendo como es que lo ingresaron, lo dejé en el hospital y regrese al pueblo donde avisé a su madre —de la que recibí otra dosis de llorera aderezada con recriminaciones, no sé bien porque—. No acudí al día siguiente a visitarlo, como agotado por sus exigencias me había comprometido a hacer, confiado en que no estaba solo y que demonios: ¡solo era un puto brazo roto!
El tercer día, tras el accidente, fui a su casa a visitarle, porque claro: a la mañana del segundo día ya escayolado le habían facturado para casa. Estaba muy enfadado. Se comportaba como si le hubiese traicionado, abandonado. Puede que fuera cierto. Rechazó mi ayuda e intentó hacer todo con su mano sana, lo conseguía claro. Solo era un brazo roto. En ese momento su personalidad era el otro extremo de la quejosa piltrafa que sostuve en el hospital. Eso también lo hacía, ir de un extremo al otro y dárselas de equilibrado.
Ahora estamos en lo que parece un sueño, un sueño que sucede en Estambul, caminamos por la calle estrecha y pienso que al final se ha salido con la suya y me ha hecho venir al final de Europa, al principio de Asía, un lugar por el cual nunca he tenido debilidad. Pienso en quejarme, en decirle si no tiene nada mejor que hacer, no sé, arrastrar cadenas o remendarse el sudario, pero me callo, se supone que en algún momento fuimos amigos. ¿Lo fuimos? Cierto que una vez di un mal paso y él me ayudó a enderezarme, pero contraje una deuda imposible de pagar. No creo que supiera que la amistad es lo contrario, quizá la imposibilidad de contraer una deuda. Tendría que haber discutido esto con él antes.
La calle estrecha acaba en un almacén muy grande y muy alto. Todo está polvoriento, me parece reconocerlo como un rastro o algo por el estilo, las mercancías casi son irreconocibles bajo los embalajes, solo distingo aquí y allá una alfombra enrollada o una silla puesta del revés que como un grito de auxilio muestra una pata a través de su envoltorio de papel de estraza.
Nos atienden dos o tres árabes, en realidad le atienden a él, yo parezco transparente. Eso siempre me pasaba, no sé porque motivo, cuando estaba a su lado debía parecer un pelagatos o quizá un cliente más difícil que él. Le veo regatear, le encanta hacerlo. Como siempre cree conseguir un buen precio y compra una cama antigua, reconozco el cabezal y al reconocerlo la escena queda clara, sé donde estoy, estamos: dentro de un cuadro de Fortuny. Esto no hace la escena ni más ni menos real para mí, pero comprendo que me ha estado engañando, no hemos ido a Estambul, no hemos ido a ninguna parte. Él me ha dado la oportunidad de pagar mis deudas, atrasos que no sé si reconozco. No, para nada, pero… Dicen que los fantasmas lo son porque tienen deudas pendientes, ¿dejan de serlo si pasas de discutir y aceptas pagarlas sin más?
Entre las dunas, ahora estamos entre las dunas, pero no de un hipotético Oriente sino de la costa valenciana, aunque él se empeña en hablarme de sitios que me suenan de Lawrence de Arabia. No estoy enfadado, nunca pude estar enfadado con él mucho rato. Nunca acabé de creer nada de lo que decía, ni esperé nada. Esto también puede ser amistad.
Noto la arena entre los dedos de mis píes descalzos. Propongo que vayamos a... no recuerdo. Él no contesta, mira al mar, en su rostro hay miedo, pero no demasiado. Se vuelve hacía mí. No habla pero sé que es la hora, debe marcharse, ir a disolverse en ese mar que le espera. Nos decimos adiós sin palabras. Me despierto sintiéndome muy arrepentido de no haber llegado a su entierro.
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